En distintas ocasiones y escenarios diversos he sustentado, aunque pueda estar equivocado, la peligrosidad que conlleva la reducción del poema al acto de comunicación. O bien, dicho más acorde a estos tiempos, a la tarea de la información.
El lenguaje poético, por su propia esencia productiva, en términos de la dimensión de lo estético y lo imaginario, es decir, por su propia condición “poiética”, tiene la misión de trascender la mera comunicación, para instalarse en el ámbito de la comunión, generando, de esa forma, la conexión emocional, vivencial y espiritual entre el genio del poeta y las expectativas y vivencias del lector.
Porque el lenguaje poético, tanto en su intencionalidad o posibilidad, como en su concreción o escritura, será más elevado y contendrá mayor valor estético, en la medida en que se resiste, en sí mismo, a ser reducido a la expresión o lo dicho, a la comunicación, a la información, para encarnarse en su misteriosa, por creativa, condición de irreductible acto de generación de sentido.
El fundamento del poema es el lenguaje en sí y para sí; no el lenguaje como instrumento de comunicación. En todo caso, el poeta se transforma en instrumento del lenguaje.
En un exquisito libro del filósofo Giorgio Agamben (Roma, 1942), que bajo el título de “Creación y anarquía. La obra en la época de la religión capitalista” (Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2019), que reúne cinco lecciones impartidas en la Academia de Arquitectura, en Mendrisio, entre 2012 y 2013, el discípulo de Martin Heidegger explora los fundamentos arqueológicos aristotélicos, reconociendo la deuda con Gilles Deleuze, de lo que hoy concebimos como obra de arte o acto de creación, a partir de su concepto de la “política de la noperosidad”, es decir, de lo no activo, la resistencia, de la pasividad o contemplación, de la potencia (dynamis), antes que del acto o la obra (enérgeia).
En respuesta a la pregunta acerca de lo que es el acto de la creación, Agamben perfila una noción de la poesía que, como el pensamiento pensante en la Metafísica de Aristóteles (el pensamiento del pensamiento), se convertirá en la poesía de la poesía.
Porque la gran poesía, no solo expresa lo que dice, sino que, además, contiene en sí misma el hecho de que lo está expresando, pero también, la potencia y la impotencia, la posibilidad o la imposibilidad de decirlo o expresarlo.
La poesía es suspensión y exposición de la lengua, su dicción y su silencio, su enunciación y su vacío, de la misma forma en que la pintura es suspensión y exposición de la mirada. La poesía de la poesía significa, pues, que la lengua queda, al mismo tiempo, expuesta y suspendida en la concreción del poema, lo que le faculta su polisemia, su multivocidad, su pluralidad de sentido.
Así se manifiesta la “poética de la inoperosidad”, de la resistencia a la actividad, condición que permite contemplar la infinita potencia humana de lograr la obra de arte.
La poesía es, en efecto, y lo digo con Agamben, y este con Spinoza, una operación en el lenguaje, que desactiva y vuelve “inoperosas” sus funciones comunicativas e informativas, para abrirlas a un nuevo, posible uso: un abismo. Así, la poesía afinca su esencia lingüística, semiótica y estética de contemplar en el lenguaje su propia potencia de decir. En esa resistencia radica su gracia.
De ahí que, Dante, Leopardi y Caproni signifiquen la contemplación de la lengua italiana, mientras que la sestina de Arnaut Daniel encierre la contemplación de la lengua provenzal, Vallejo de la lengua española, Rimbaud de la lengua francesa, y Hölderlin y Trakl la contemplación de la lengua alemana.