Foro público
En las últimas semanas, diversos medios de comunicación -entre ellos este diario- editorializaron o publicaron columnas en las que se lamentaba el ambiente cargado de insultos y descalificaciones personales que impera en el país.
La mayor parte de estos escritos señaló esta situación, así como su ausencia de precedentes. Además, se alertó sobre las consecuencias que puede tener en nuestra vida democrática. Debo decir que estoy de acuerdo en casi todo, pero no en la supuesta novedad de este fenómeno.
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Esto es algo que quizás se ha visto potenciado por las redes sociales, pero no encuentra en ellas su causa. La tendencia al ataque personal es muy nuestra y sus orígenes se pierden en la bruma del tiempo.
No es de extrañar, porque el insulto y el hablar alto son los grandes igualadores del debate público: no requieren de mucho talento y todos somos vulnerables al escarnio. De tal forma que ante la ausencia de argumentos se recurre al insulto, que siempre tiene su público.
Quizás por ello, ese afán por los ataques personales no distingue de convicciones ni posiciones. Los que han hecho carrera con ellos pueden ser encontrados en todos los ámbitos y a todo lo ancho del abanico ideológico. En todas partes hay quien busca demostrar su seriedad denigrando a los demás.
Debo admitir que hace unos años escribí pensando erróneamente que esta práctica perdería eficacia, pero no ha sido así. Hoy en día el denuesto y la descalificación campean a sus anchas.
El problema que se nos presenta es que, como las culpas han estado tan repartidas, la solución requiere que renunciemos a buscarlas sólo en el otro. Esto es difícil porque tenemos muy arraigado el impulso al ataque, y poco desarrollada la capacidad de autorreflexión. Por lo menos en el debate público.
Hace años que el fantasma del Foro Público recorre nuestra sociedad. También hace años que el desacuerdo tiene como precio la injuria.
No es nuevo y, sobre todo, no es exclusivo de unos u otros. Mientras no asumamos esa realidad poco es lo que lograremos, que no sea seguir dando ejemplo de que el insulto vale, siempre que vaya dirigido contra quienes no nos gustan.
Demostrado está que esa fórmula no sólo es antigua, sino que sus resultados son nocivos.
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