Dentro de la complejidad que presenta la expresión utilidad de lo inútil, muchas veces asociada a la literatura y el arte, creo, más allá de esos parámetros simbólicos, que, como la tizana en la medicina popular, filosofar sirve para algo al individuo ordinario y no solo al sabio.
Primero, para el autoconocimiento (“Conócete a ti mismo” frase que, se cuenta, figuraba en la fachada frontal del templo de Apolo, en Delfos), capaz de otorgar al individuo la brújula que ha de dar sentido y dirección éticos en su interrelación con los demás, su lugar en la sociedad y su responsabilidad de destino.
Segundo, para confirmarnos que, dicho con la sapiencia del filósofo español Víctor Gómez Pin, somos animales de palabra y de razón.
Existen dos tipos de filósofos, según Antonio Gramsci. Uno, el filósofo sistemático, que se dedica a las cuestiones académicas, a las elucubraciones lógicas y filosóficas propiamente dichas, y el otro, el filósofo espontáneo, que es aquel más encaminado a reflexionar o meditar, siempre en procura de una praxis cotidiana y coloquial, en torno a la vida ordinaria, las costumbres y las rutinas. Son diferentes, pero ambos útiles al ciudadano común.
En la sociedad presente, las posturas filosóficas convencionales han entrado en crisis. Prevalece una lucha de aquello que Foucault llamó saberes menores, micropoderes, últimos que analiza y explica muy bien Moisés Naím en su noción de mutación y degradación del poder en la sociedad del siglo XXI.
Nos ha tocado la era de la fragmentación del espíritu, el tiempo y el espacio; la era de la dispersión emocional, el individualismo consumista, y el hedonismo y narcicismo centrados en la hiperconexión.
¿Sirve la filosofía para que el individuo o los colectivos actuales se hagan las preguntas pertinentes y procuren respuestas lógicas a problemas como la ecología y el peligro del cambio climático, los desafíos éticos de la ingeniería genética, el viaje desde la naturaleza hacia la micronaturaleza y la nanotecnología en el ámbito de la tecnociencia, el reto cognitivo y conductual de la digitalización, la refriega por los derechos humanos fundamentales y por los nuevos espacios sociales, étnicos, sexuales, interculturales o multiculturales, el fenómeno migratorio, la idoneidad de la democracia, entre otros asuntos?
Pero, además, ¿son siempre inconmensurables, esenciales o últimos los problemas que se plantea la filosofía? ¿O, acaso, caben también entre sus preocupaciones cuestiones más elementales y comunes como el alcance de la felicidad o la paz mental, el deleite frente a la obra de arte, el senderismo como ejercicio dual del cuerpo y del alma, incluso, por qué no, aquellas prácticas que Vicente Verdú envolvió bajo el concepto de industria del espíritu y que comprende asuntos relativos al yoga, la meditación, la literatura de autoayuda, el pilates, el budismo zen, hasta la problemática de trastornos como la vigorexia, la dismorfofobia, la anorexia o la bulimia, la pornografía virtual o la infoxicación, entre otros? En todos, sin excepción, gana un espacio la postura filosófica.
No es banal la pretensión de excluir la filosofía en la formación de las nuevas generaciones de estudiantes y ciudadanos, en una sociedad enrumbada hacia la tecnocracia, la vigilancia digital y el rendimiento laboral o la autoexplotación.
Hay oculta, tras esa intentona, la aspiración mezquina a cercenar el espíritu crítico, el pensar diferente, la disensión liberadora frente a los saberes establecidos y encorsetados, los saberes útiles a los poderes fácticos.
La filosofía nos sirve para dimensionar conceptualmente los fenómenos que atañen a la vida práctica, y nos va a dotar del lenguaje interpretante de los demás órdenes simbólicos que configuran el mundo, y también el espíritu, para su análisis, su comprensión y su transformación.