Extraños somos todos

El siglo XXI ha puesto en escena uno de los más estremecedores problemas sociales, económicos y políticos, de cuya explosión se tuvo sospechas desde siglos anteriores.
Me refiero a los flujos migratorios y como consecuencia, el etnocentrismo, la xenofobia, el nacionalismo racista, el populismo emocional y mentiroso, la desigualdad y la insolidaridad como execrables e inhumanas actitudes propias de naciones y grupos sociales en ascenso ideológico que se resisten a acoger a los inmigrantes, víctimas de guerras creadas por intereses de potencias poderosas, de genocidios, de regímenes autoritarios, de la miseria o la pobreza extrema y de territorios donde pululan extremismos fundamentalistas, tanto religiosos como políticos e identitarios.
La crisis migratoria, que estremeció a la Unión Europea en 2015, en scuyas raíces podemos encontrar las razones del Brexit, del apogeo de la extrema derecha en Europa y de la elección de Donal Trump en Estados Unidosy su discurso de odio a los extraños o inmigrantes, ha puesto al desnudo la disyuntiva del imperativo moral del ser humano contemporáneo: elegir entre la solidaridad con el otro necesitado o la permanencia en una zona de confort, indiferencia incluida, bajo el pretexto de mayor seguridad, empleo y libertad.
Ver al otro como extraño y rechazar su presencia o vecindad por prejuicios sociales y culturales evidencia una grave ignorancia en quienes actúan en defensa de sus privilegios civilizados, provenientes, a decir verdad, de la explotación, exterminio y hurto de riquezas naturales e históricas afincados en épocas del colonialismo y el imperialismo de orden económico, político, militar, religioso y cultural.
¿De qué vale ignorar que en el fundamento de nuestros orígenes, desde el Australopithecus al Homo sapiens, cuyo ciclo histórico cubre más de cuatro millones de años, se arraiga en individuos y sociedades esencial e intrínsecamente migratorias?
¿Acaso se puede refutar, con demasiados datos científicos y recopilaciones antropológicas incontrovertibles a favor, que, como afirma Kevin Kenny (2013), citado por Zygmunt Bauman (2016), “todas las personas vivas hoy en día descienden de un reducido grupo de humanos anatómicamente modernos”?
¿Quién dudaría que los primeros grupos humanos se desplazaron desde África hasta Oriente Próximo y desde allí se dispersaron por todo lo habitable del planeta?
Todo parece indicar que la modernización civilizatoria en vez de acercarnos más al otro, como hijos de una misma mujer y un mismo hombre -sea visto el fenómeno tanto desde la perspectiva evolucionista (científica), como desde la religiosa (mítica)-, lo que ha hecho es destrozar la racionalidad y poner de por medio intereses económicos, políticos y socioculturales que nos someten al rechazo y al odio al extranjero o al vecino, simplemente, por ser diferente o más pobre.
Lo que llama la atención no radica en la migración como acontecimiento en sí mismo, sino, en su racional, inhumano y calculado rechazo por parte del individuo posmoderno, ese sujeto sometido a la autoexplotación y al aislamiento online, producto de un fragmentador y narcisista proceso de individualización autista.
Ese sujeto de rendimiento, como lo llama Byung-Chul Han, o sujeto rendidor, como lo llamó Louis Althusser, es el producto de la crisis del espíritu del individuo moderno y posmoderno que habita en los rediles de la hoy configurada tribu global.
Antes que de una crisis por mixofobia (miedo a lo desgradable o incontrolable), se trata de una indignidad ética, porque el rechazo al otro, por simplemente ser extranjero, implica un rechazo visceral a nuestra propia esencia humana y a nuestra responsabilidad como ciudadanos universales.
Los valores humanos están en bancarrota y no hay otra forma de recuperar la esperanza que no sea mediante la solidaridad. Extranjeros o extraños somos todos.
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