El afamado filósofo cultural Byung-Chul Han acaba de sentenciar, con su profundo y poético lenguaje, que los rituales, esas “técnicas simbólicas de instalación en un hogar”, están condenados a desaparecer, debido a una secuencia patológica de presiones y condicionamientos materiales y espirituales que tipifican el presente y que erosiona las bases de la vida en comunidad, la vida gregaria, convirtiendo en átomos sueltos aquello que una vez fue compacto.
Su nuevo ensayo titulado “La desaparición de los rituales. Una topología del presente” (Herder, 2020) establece la identidad simbólica de los ritos y cómo el consumismo, la presión para producir, para rendir y ser eficientes, el narcisismo disfrazado de autenticidad, la alienación y descorporización del medio digital, la excitación por lo nuevo y efímero, la profanación de la cultura, la comunicación sin comunidad que engendran la hiperinformación y la virtualidad, la angustia de vivir en una economía del deseo que se expande en lo global, la condena y reducción a la sexualidad y la pornografía del vasto universo de la seducción, todo esto y mucho más es lo que nos distancia, en términos de vínculos primarios, y nos acerca en la ilusión óptica del mundo online.
¿Cómo, especialmente en medio de una nueva normalidad pandémica, podrá sobrevivir el relato, la narrativa de un ritual como el de la Navidad que durante siglos ha dotado de sentido y corporeidad, de sublime cohesión a la cultura occidental? ¿Cómo mantener viva esa tradición, si la comunidad se fragmenta y diluye, si el individuo solo se ve a sí mismo y tacha al prójimo, si en el propio lenguaje de la religiosidad se degrada la naturaleza simbólica del nacimiento del Niño Dios y el significado de la estrella de Belén sobre el firmamento? ¿Cómo poder contemplar, si la velocidad y el rendimiento nos empujan a actuar sin más? ¿Cómo deleitarnos en el encanto del imaginario narrativo, si a la cotidianidad reducida a lo laboral solo interesa el cálculo, la plusvalía, el dato en sí mismo?
Tendremos, en razón de la pandemia y de las nuevas cepas del coronavirus, unas navidades insólitas, no imaginadas, sometidas a los rigores del distanciamiento físico, el atrincheramiento en el hogar y el núcleo familiar, mientras hemos de consolarnos con los encuentros virtuales en comunidades que sucumben al pulso de un clic, sin el calor de un abrazo.
De todos modos, será el verdadero y profundo sentido del ritual simbólico de la Navidad lo que la salvará de la borradura letal que ocasiona la pandemia en sus efectos neurálgicos y colaterales más voraces.
Mis nietos Gonzalo y Amaia, a sus cuatro y casi dos años de edad, respectivamente, esperan la llegada de Santa Claus y los Reyes Magos, con sus mascarillas puestas y su ilusión en vilo, porque sus mentes inocentes solo conocen una realidad: la de los símbolos, pequeñas técnicas narrativas con las que, desde su ingenua capacidad de asombro, se han instalado en su propia existencia, haciendo de los rigores de la covidianidad su estilo de vida posible, inevitable.
Abrigo la esperanza de que cuando crezcan, las patologías topológicas del presente que les envuelva no hayan sumergido en las penumbras de la desaparición los relatos y revelaciones del 24 y 25 de diciembre, la epifanía del 6 de enero, como tampoco la magia de los cuentos de Dickens y Juan Bosch.
La globalización, la crisis socioeconómica, la cultura online, la dislocación identitaria y la Covid-19 nos colocan ante el reto de celebrar una extraña Navidad.
Un desafío que debemos afrontar con responsabilidad ética, conciencia ciudadana y solidaridad humana, porque la más radical, irrecuperable y triste de las desapariciones sigue siendo la de la existencia.