El poeta T.S. Eliot sostuvo, en uno de sus ensayos críticos, que la evolución del lenguaje poético pasaba por una necesaria vuelta al estadio natural del lenguaje mismo; es decir, a la oralidad.
El sonido es, pues, el primer espacio que conquista el poder simbólico de la imaginación expresado a través de la palabra hecha cantos, mitos, leyendas, poemas y sabiduría espontánea. La memoria jugaba un papel esencial.
La escritura, que inaugura el paso de la prehistoria a la historia, aparecerá hacia finales del cuarto milenio antes de Cristo.
A partir de la utilización sistémica de recursos logográficos, pictográficos e ideográficos, la operación mental numérica, el cálculo, empieza a ganarle la batalla a la cnemotécnica o memorización. La transformación de las protoescrituras en escrituras sistémicas está asociada al progreso que conllevó el desarrollo del período neolítico y el dominio de la Edad del Bronce.
La hazaña de Johannes Gutenberg tendrá lugar en la Europa del siglo XV, con cuya revolución de la imprenta difícilmente hubiesen acontecido adelantos culturales como el Renacimiento, el Siglo de las Luces, la Reforma y las revoluciones científicas subsecuentes, así como el establecimiento de lo que hoy llamamos cultura de masas.
La dualidad mental, quizás mayor, a la que estamos abocados hoy es a la confrontación, a veces blanda y a veces dura, entre las culturas “offline” y “online”. La revolución tecnológica y el giro digital nos han colocado frente al telón de fondo de la civilización cibernética (el ciberespacio, la cibercultura, la ciberpolítica, la cibereconomía, el cibersujeto, etc.).
El prefijo “ciber”, al igual que el prefijo “hiper”, forman parte del lenguaje con que se piensa y escribe la historia reciente de la posmodernidad, la modernidad líquida y, por supuesto, la hipermodernidad. Son, a nuestro pesar, goznes de una nueva cadena esclavista.
La irrupción disruptiva de la pandemia de la Covid-19 nos forzó de pronto a un cambio sin precedentes de nuestra forma de vivir la individualidad, convivir o socializar, trabajar, enfermarnos y morir, comunicarnos o establecer y mantener vínculos, entre muchos otros hábitos, haciendo uso de recursos y artefactos tecnológicos con los que íbamos, especialmente aquellos nacidos previo al decenio de los 80, asimilando los nuevos tiempos. La poesía también ha tenido que padecer los rigores del confinamiento y otras medidas sanitarias impuestos por la pandemia.
La prohibición de eventos públicos presenciales y sobre todo, de espectáculos artísticos y culturales, empujó a la poesía a la conquista del espacio virtual, pero, más que con la escritura, con la voz viva de los autores.
De ahí que importantes festivales de poesía a ambos lados del Atlántico y en otras latitudes hayan tenido que celebrarse a través de plataformas digitales, a veces con la participación en vivo de los convocados al aquelarre, o bien, con grabaciones de los poetas leyendo sus textos.
En nuestro país, por ejemplo, la Semana Internacional de la Poesía y el Festival de Poesía en la Montaña, mientras que en Washington el Maratón de Poesía Hispana, que organiza el Teatro de la Luna, dirigido por el dominicano Rei Berroa, contando siempre con la participación de poetas nuestros y de Iberoamérica, entre otros. Se trata de escuchar el sonido profundo e íntimo, pero cálida y sustancialmente gregario, de la poesía con ayuda de las pantallas.
Es una experiencia audiovisual remota, virtual, que sustituye el encuentro presencial de los poetas con sus diferentes públicos. Lo mismo ha venido ocurriendo con la experiencia de lecturas en el marco de programas académicos y aulas virtuales.
La poesía, con ayuda de la imagen sonora, recupera el espacio de la oralidad como su lenguaje natural. Una señal de que resistirá y sobrevivirá.