El poder es como el aire, está en todas partes. Su lógica de dominación opera, con igual virulencia, en el silencio y en la palabra. Procede burdamente cuando se hace presente, cuando se torna fáctico.
Pero, resulta eficaz y pervertidor, por ilusorio y persuasivo, cuando aparenta brillar por su ausencia.
Existen el lenguaje del poder, que es opresor, y el poder del lenguaje, que es liberador. El silenciamiento, como imposición, se apoya en el lenguaje del poder y en el ruido, a veces. Procura que el otro no diga nada, que se oblitere, que se tache, que no exista. Sin embargo, esa estrategia puede que no necesite de otro para ganar vigencia, puede también ser intrapersonal y no solo interpersonal. Además, el otro puede utilizar ese mismo silencio para resistir y sublevarse.
En un trabajo de los años 60 titulado “La víctima y sus silenciadores: algunas estrategias patógenas contra ser silenciado”, publicado, en calidad de compilador junto a su colega Ivan Boszormenyi Nagy, en el volumen “Terapia familiar y familias en conflicto” (México, FCE, 2002), el copropulsor de la terapia familiar en Estados Unidos y doctor en filosofía Geradl H. Zuk establece que la reflexión sobre aspectos patógenos de las estrategias de silenciamiento como procesos represivos, que pueden ser aplicados por una o más personas, revelan cómo la víctima lleva a cabo intentos de lucha para superar a sus silenciadores mediante otra estrategia, la de contrasilencio.
El sujeto silenciador descubre el poder del silencio para dominar y controlar las relaciones humanas.
Su víctima, al acudir al contrasilencio, puede ser seducida por su propio descubrimiento, hasta convertirse en víctima de una patología del silencio todavía más grave, a saber, el mutismo esquizofrénico o el parloteo hebefrénico (o propio de la esquizofrenia precoz, desorganizada y con alteraciones espontáneas del comportamiento).
El silenciamiento puede, en consecuencia, contribuir al desarrollo en el individuo de estados paranoicos, delirantes o alucinatorios, especialmente cuando la relación con el otro es asimétrica, lo que facilita la imposición de la ausencia del habla. Verbigracia, en la relación padre-hijo, el primero impone al segundo el silencio para despojarlo de su independencia y obligarlo a la obediencia; o bien, para cumplir el deseo de poseer al otro como un objeto o volverlo insignificante.
El segundo podría responder con una estrategia de contrasilencio, que a su vez puede expresarse como berrinche o derivar en un hostil y aterrador mutismo frente a las amenazas del silenciador. Así se entabla la dependencia mutua en la relación de poder-saber.
A la postre, la acción comunicativa va a ser disfuncional, porque ni con el silencio ni con el parloteo se estaría diciendo nada que construya sentido relacional, mientras la conducta sintomática esquizoide se incrementa. No siempre impera la tosquedad, sino también la sutileza, el enmascaramiento del propósito en la implementación del silenciamiento como recurso de dominación.
Zuk explica dos estrategias de la víctima cuando es silenciada. Llama a la primera “actitud activa, agresiva, competitiva”, en la que, una vez se le ordenó silenciarse y luego se le pide que hable, entonces responde con silencio, pudiendo llegar a ser patológico; y a la segunda la llama “actitud sumisa, suplicante”, que acepta la dependencia de su silenciador, pero a la vez le muestra, como víctima, que no tiene sentido ni vale la pena ser poseída, aunque corra el riesgo de convertirse en objeto de sadismo.
Como se aprecia, el silenciamiento, el parloteo y el silencio en sí son actos que comunican y convierten el lenguaje o su ausencia en estrategias de poder. Si este ecosistema le parece al lector aplicable a debates políticos recientes, se trata de una patológica coincidencia.