¿Estoy preparado para morir?

¿Estoy preparado para morir?

¿Estoy preparado para morir?

Por César Aybar

Es saludable siempre hacerse uno esa pregunta de tiempo en tiempo. La muerte, cuando llega, no espera, tampoco pide permiso, llega y como estés tienes que recibirla. Por eso es bueno interrogarnos, indagar si estamos preparados para recibir la muerte.

Ese dicho: que la muerte nos agarre confesados, tiene mucho sentido. Aunque para las personas que no creen más que en el mundo material, aparentemente la muerte no le preocupa, está demostrado que esas personas tienen una agonía mucho más angustiosa que los creyentes.

La confesión es importante, pero también  la conversión es muy importante, porque como dice el Libro de los Proverbios, capítulo 28, verso 13: El que oculta sus delitos no prosperará, el que lo confiesa y cambia, obtendrá compasión.

Ahí está la clave: confesar los delitos y cambiar, la confección  no tiene ningún efecto si saliendo del confesionario (para los que profesamos el catolicismo), o terminada la autoevaluación de conciencia y el reconocimiento de la falta ante Dios, ya estamos cometiendo el mismo pecado y otros peores, así no se vale.

Comprometerse con cambiar por amor a Cristo que lo entregó todo por nosotros, buscar la conversión, entrar en ese camino de transformación sin miedo, pidiendo siempre el auxilio del Espíritu Santo.

También es importante, cuando sea posible, resarcir el daño provocado a la persona contra quien se cometió el pecado. Recuerdo una historia que narra un hecho que se le atribuye a San Felipe Neri:

Una señora tenía la costumbre de irse a confesar donde él y casi siempre tenía el mismo pecado del que confesarse: el de calumniar a sus vecinos .Por ello, san Felipe, le dijo: “De penitencia vas a ir al  mercado, compras un pollo y me lo traes. Cuando vengas lo vas desplumando, y echas las plumas al suelo conforme caminas por la calle”.

La señora pensó que ésta era una penitencia rara, pero deseando recibir la absolución, hizo conforme se le había indicado y por fin regresó donde le esperaba san Felipe: “Bueno, Padre, he completado mi penitencia”. Y le mostró el pollo desplumado.

“Todavía no la has completado –le dijo el santo. Ahora regresarás al mercado y en el camino recogerás todas las plumas y las pondrás en una bolsa. Y luego me buscas con la bolsa”. “¡Pero eso es imposible! –lloró la señora–, ¡esas plumas deben de haber volado por toda la ciudad!”.

“Es cierto –replicó el santo–, Ahora aprende tu lección: tienes menos posibilidades todavía de recoger las patrañas que has dicho sobre tus vecinos”.

Hacer un ejercicio de mirarse al interior y evaluar nuestras acciones, independientemente de las creencias religiosas que se tengan o no, sería muy saludable para mejorar la convivencia entre los ciudadanos de una sociedad en tiempos tan difíciles como los que estamos viviendo.

Reconocer que nuestras acciones afectan definitivamente ya sea en bien o en mal a otras personas, y que viviendo todos en un mismo entorno, al final, las mismas, terminan afectándonos a nosotros mismos  de manera directa o indirecta.

La felicidad individual no existe. Está demostrado que el ser humano siente una alegría de procedencia no conocida cuando contribuye con el bienestar de otros, del mismo modo, cuando en lugar de un bien, hace mal al prójimo, el resultado es malestar y falta de paz interior.

Sin embargo, dentro de una visión transcendental de la vida, la pregunta sobre el destino del ser humano después de la muerte siempre ha sido fundamental para dar respuesta a la importante problemática existencial del mismo: cuál es la razón para vivir.

La respuesta a esa pregunta siempre hasta hoy, ha trascendido el aspecto material de la existencia y ha supuesto la existencia de un ser superior que llamamos Dios. En Occidente predomina la religión cristiana, que llama pecado a todo comportamiento que ofende a Dios.

De acuerdo el Evangelio de Cristo, cuando hacemos daño a cualquier persona, sea esta creyente o no, estamos haciendo un daño a Dios que ha sido su creador, Este evangelio propone el amor como respuesta a los problemas del ser humano, en contraposición del pecado.

En ese sentido, los pecados son delitos que cometemos contra Dios cuando faltamos a su Ley. La Ley de Dios es el amor, en consecuencia, cometemos delito contra Dios cuando obramos sin amor, porque  cuando obramos sin amor, siempre hacemos daño a alguien.

De modo que  es bueno preguntarse si estamos preparados para morir, porque no sabemos cuándo nos llegará el turno, y la buena noticia es, que para estar preparado para morir, no hay necesariamente que ser perfecto (santo), pero sí haber entrado en el camino de la perfección en  Dios, en  el camino de la santidad (El autor es investigador y empresario de agronegocios).



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