Me defino como un optimista rayando en lo ingenuo.
Me gusta alimentar esperanzas, siempre pienso que lo que anda mal puede mejorarse. Y aunque he tenido que pagar altos precios por ello, sigo siendo incorregible en eso de confiar en que las cosas se arreglarán.
Pero de vez en cuando uno no puede más y de repente se pregunta: ¿Es que todo está podrido?
Por ejemplo, hace pocos días se descubrió que un avión forrado de drogas iba a despegar de suelo dominicano rumbo a Puerto Rico y que los principales autores del crimen que ello implicaba eran un teniente coronel y seis o siete oficiales de la Dirección Nacional de Control de Drogas y del organismo encargado de la seguridad de los aeropuertos, conocido como el CESA.
O sea, las llaves del cielo en manos del diablo. ¿No es para perder toda esperanza?
Como optimista profesional que soy, todavía me queda un poquito de fe en mis reservas. No sé cuánta, pero lo suficiente para creer que algún día tendremos autoridades empeñadas verdaderamente en sanear al Estado y erradicar la corrupción.
¿Iluso? Sí, porque quiero, a toda costa, dejarles a los hijos y a los nietos un país mejor que el que hallé.