Ese amor, ¿Volverá alguna vez?
Con frecuencia, el espíritu se turba y conmueve ante la sola posibilidad de alejarnos de la tierra que nos vio nacer. ¿Será porque en lo más profundo de nuestro corazón sentimos que una realidad decisiva y determinante arriba a su final? ¿Que hay signos y señales aciagos y que la existencia sencillamente se aleja?
Hay tristeza y nostalgia en nuestra alma, miramos el cielo y las nubes, la tierna majestad de los bosques y las verdes montañas y nos esforzamos en recordar el rumor del agua cuando besa el musgo, la arena, las piedras resbaladizas del cauce de los ríos.
¿Qué es más conmovedor que la lluvia o el quieto y dorado resplandor del atardecer, o la suave y blanca luminosidad de la mañana, o los paseos acariciados por gotas de agua que se deslizan como cuando se besa o acaricia a alguien que duerme y uno se rehúsa a perturbar su sueño?
Observo el panorama desde las alturas. Esa misma lluvia, que desciende suave y dulce, besando las hojas de las acacias, los arbustos, la grama. Las luces doradas de los postes en las noches que crean una extraña fluorescencia que tantos misterios sugiere.
Me sobrecoge la mente esa mujer tan triste y deprimida que aguarda en el puerto de San Blas y cómo negar que ese su rostro, los ojos ausentes, la belleza de esa boca tan cuidadosamente diseñada por el arquitecto divino, despiertan sentimientos erráticos y confusos en nuestra alma.
La veo cubierta aún con aquel vestido vaporoso y blanco como el viento y las nubes, a la espera de ese amor que prometió volver, besos y caricias postergadas, sentimientos desbordados de anhelos y sueños inconclusos, que aguardan la hora en que se trasmuten en verdades definitivas.
Gardel nos recordaba los días que transcurren hasta volverse años, el tiempo implacable que nos roba la existencia, la fuerza, los anhelos. ¿Qué será, definitivamente, de nosotros? ¿Cómo recuperar el tiempo que se ha ido? ¿Cómo reencontrarnos con aquel rostro que una vez fue el nuestro, con la sonrisa de los amigos, con aquella adolescente que nos amó y a la que una vez amamos, cómo mirar otra vez esas calles, el parque en que alimentábamos las palomas, los paseos de ladrillos, las paredes de piedra, los maceteros de flores multicolores, aquellos árboles donde tallamos nuestros nombres y nuestros corazones de enamorados?
Es la hora de partir, de alejarse, de recorrer otros caminos y otros rumbos que no nos llenarán de asombro porque nuestros ojos no son los mismos y la angustia y el dolor han ido tomando sus espacios en nuestras vidas, y son tantos los recuerdos, los sueños inconclusos, la melancolía y los sinsabores…
¿Volver? ¿Volveremos alguna vez? Ya nuestra frente está plagada de surcos, y la nieve se acumula en nuestros cabellos. Quizás sea la hora de emprender el último viaje, con el corazón marchito, el cúmulo infinito de tristezas, de rostros y vivencias que quedan atrás.
Nos hemos ido reduciendo a la nada y pronto no seremos más que polvo, cenizas, un vago recuerdo y apenas perdura ese gran amor en el corazón que es como una llama encendida hasta el último de los instantes. Solo me queda ese amor…
Es hora de irnos, sí… Imposible contener el abatimiento y la angustia. Puede que esta sea una despedida y lo único que resta en el alma sea un corazón destrozado, muchos sueños inconclusos, una infinita melancolía, unos ojos, unos labios, unas manos, unas palabras y una gracia que no podremos olvidar jamás…
Ella, la señora del puerto de San Blas como muchos de nosotros, sigue ahí. Abatida por un dolor tan intenso, tan inenarrable. Aguardando en el muelle por su amante eterno, aquel amor que las circunstancias impidieron, y que, en el transcurso de los tiempos y de nuestras almas, nunca dejaremos de esperar… ¿Será necesario aguardar por otra vida?
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