
Cuando calle, escribiré la historia que como un alud nos ha arrastrado a todas. Una historia en la que le haré hablar, en la que le obligaré a mirarme, en la que finalmente me enfrentaré a él. Sueño con un duelo entre él y yo en el que no solo nos parezcamos, sino que seamos él y yo, nadie más, sin personajes ni testigos.
Para ese cara a cara con su padre, Eider Rodríguez (Rentería, País Vasco, 45 años) tuvo que esperar a que él falleciera.
Murió en diciembre de 2018 tras sufrir un ictus, a los 64 años, con una cirrosis galopante después de toda una vida dado al alcohol.
Solo entonces pudo esta escritora vasca ponerse a tratar de entender y ordenar los 40 años de relación con su progenitor borracho, a cristalizar con palabras cómo el caos de aquel hombre arrasó como una avalancha con las vidas de su madre, su hermana y de ella misma.
El resultado es "Material de construcción", su primera novela, traducida por ella y por Lander Garro de la original en euskera ("Eraikuntzarako materiala"), la lengua en la que escribe todas sus obras.
Con un título que hace referencia al negocio familiar paterno -que vendía azulejos y material de obra-, el libro encierra un relato crudo y brutalmente honesto, cosido por el dolor y atravesado por la vergüenza, escrita con rechazo, rabia y por momentos hasta asco y que se lee con desasosiego, pero que va adquiriendo la forma de una carta de amor.
BBC Mundo habló con ella en el contexto de su participación en el HAY Festival de Querétaro, que se celebra en la ciudad mexicana del 7 al 10 de septiembre.
Este es un libro muy valiente en muchos sentidos. ¿Te costó reunir el valor para escribirlo?
Me costó darme permiso para escribirlo, pero una vez me lo di, fluyó. No tuve que estar peleándome con el pudor. Es como si ya hubiese estado escrito en algún lugar.
Es un repaso a la relación de una hija, tú, y su padre alcohólico, algo que buscaste, pero que enfrentas cuando él ya no está. ¿A qué te ha conducido?
Me ha conducido a ordenar, porque escribir puede servir para ordenar, para nombrar, para entender y también para metabolizar, procesar, digerir, para simbolizar a través de las palabras sentimientos, emociones, heridas, miedos, dolores que están ahí pululando, a la deriva.
Una vez la cristalizas en forma de palabra, de frase, de libro, de novela, de imagen, la herida se convierte en otra cosa, y eso también convierte tu relación con esa herida en otro tipo de relación.
Por lo tanto, ha habido un cambio, aunque no sé decirte cuál.
Me han llegado a preguntar si he perdonado a mi padre, pero yo no he pensado mucho en el perdón, porque no era algo que buscaba.
Era más bien entender, ordenar, nombrar, y eso me ha llevado a darme cuenta de lo mucho que lo quería.
Y yo desconocía ese sentimiento mío hacia él.

Es es una novela emocionalmente caótica, cruda, triste, llena de ternura, pero también de rechazo, que se lee con desasosiego. Y aunque al principio no lo parezca, la sensación que deja al final es que hay mucho amor. ¿Así querías que fuera, o es lo que te salió?
No, no fue para nada buscado. De hecho no me di cuenta de ello hasta que lo leyeron los primeros lectores. Y ese fue el feedback que me dieron.
Porque yo me di permiso para escribirla y la escribí, pero luego me entró miedo. No sabía si debía publicarla o no, si tenía que cortar algún fragmento, censurar o suavizar.
Después, cuando los primeros lectores me dijeron que era una declaración de amor, me sonó raro. Pero en seguida me identifiqué con esa sensación, porque también era el regusto final que me había dejado.
La novela es muy caótica emocionalmente, porque al final las relaciones se componen de sentimientos y emociones muy diversos, incluso opuestos.
Cuando hablamos de relaciones -ya sea de amigos, con un padre, una madre, una hermana, con un compañero de trabajo- tratamos de idealizarlas o a ser maniqueos, describiéndolas como buenas, malas o regulares.
Pero puede haber en ellas mucho amor y mucho rechazo a la vez, mucho orgullo pero también mucha vergüenza.
Y yo no he querido dejar de lado ninguno de esos sentimientos, sino más bien abrir paso a todo ese huracán.
De hecho, en el libro te lo cuestionas y lanzas esa pregunta retórica: “¿Acaso no tendríamos que demoler también la idea del amor romántico entre padres e hijos?”
Es que es como una jaula. Dices “tengo buena relación” o mala relación o regular con mis padres, pero en una relación partenofilial cabe absolutamente todo.
Me parece interesante demoler ese tipo de ideas que tenemos en torno a la maternidad y la paternidad, y también sobre el hecho de ser hijos e hijas.
Antes has mencionado la vergüenza y ese es un tema que atraviesa todo tu libro. “Me da vergüenza hablar de mi padre”, escribes muy al principio, luego relatas cómo te avergüenzas de verle dando tumbos por la calle, de que tus amantes lo vean borracho en el sofá, lo describes como un sentimiento narcisista, como algo que destruye la identidad… ¿Por qué le das tanto espacio?
Porque el alcoholismo es un tema muy jodido en ese sentido, es de las pocas enfermedades de las que te puedes reír, porque aun siendo una adicción, cuando vemos a alguien (que la sufre) tendemos a burlarnos.
Y luego está la cuestión de que es una enfermedad familiar: la adicción la tiene uno, pero la sufren todos; el resto de miembros de la familia padecen afecciones debido a ella.
En este caso la hija, la narradora, que soy yo, tiene una vergüenza atroz, porque piensa que el mundo la va a ver a través del filtro de su padre, de un padre que siempre está borracho y haciendo el ridículo.
Esa vergüenza planea sobre cada línea de esta novela, la atraviesa entera y también la vida de esta niña, que en el libro, que abarca 40 años, es luego una adolescente, una mujer de mediana edad y adulta.
