La posmodernidad se caracteriza por la entrada en crisis de los cimientos que dieron lugar a la modernidad.
El momento de ruptura aparece cuando se experimenta una grave decepción frente a fenómenos como el trabajo, la ideología y la historia, lo cual produce una grieta insalvable ante el pasado.
En diálogo con Bauman, y sin que este le contradiga, Bordoni tipifica la posmodernidad como un momento de desorientación generalizada en el que se produce una desbandada caótica de indefinición, incertidumbre, inestabilidad y desconfianza frente a la cual el sujeto posmoderno se pone a cubierto (Bauman y Bordoni, 2016). A lo que nos ha legado la quiebra de la modernidad, para dar paso a la época presente, a ese cambio del mundo Bordoni opta por llamarlo crisis.
Como ha sido bien recogido y sintetizado por Anderson (2000), los términos modernismo y posmodernismo son, radicalmente, de origen hispano.
El primero remite al poeta nicaragüense Rubén Darío, al referirse a sus ideas estéticas y estilo literario arraigado en el romanticismo, parnasianismo y simbolismo europeos, especialmente franceses, y del cual habló Ricardo Palma, refiriéndose al espíritu modernista.
El segundo término emergió en el ámbito hispánico de los años treinta del siglo XX, cuando Federico de Onís lo empleó para describir un reflujo conservador dentro del propio modernismo, que ante el formidable desafío lírico de este se refugiaba en un discreto perfeccionismo del detalle y del humor irónico.
A este va a seguir el ultramodernismo, el cual intensifica los impulsos radicales modernistas, hasta llevarlos a la creación de un lenguaje poético rigurosamente contemporáneo y más universal. Desde el ámbito de la lengua española, el término modernista o moderno pasó a la lengua portuguesa brasileña, cuando en 1922, en Sao Paolo, se inaugura la Semana de Arte Moderno.
Anderson alude que fue Toynbee quien acuñó, en sus estudios históricos de 1954, aunque de forma negativa, el concepto de edad posmoderna (post-modern age), para denominar la época que inicia con la guerra franco-prusiana de 1870.
Será, pues, Charles Olson quien, a inicios de los años cincuenta, afirmará que el paso de la primera mitad del siglo XX había dado lugar a un nuevo tiempo, la posmodernidad o el post-Occidente.
Habló de su propio tiempo como posmoderno, poshumanista y poshistórico. Será en el crisol de la literatura y las artes donde estos términos van a cuajar, para dar lugar a la noción, todavía predominantemente estética, de posmodernidad, con su mezcla liberadora de lo arcaico y lo nuevo.
No será, sino hasta los años ochenta, y luego de la publicación en 1979 del trabajo filosófico de Lyotard titulado “La condition postmoderne”, como también la conferencia de Jameson en 1982 bajo el título de “The Cultural Turn” que la posmodernidad dejará de ser una postura y ruptura estéticas, para convertirse en señal cultural de un nuevo estadio histórico.
Ahí se afinca el concepto de Jameson que fundamenta el posmodernismo como la lógica cultural del capitalismo.
Los patrones de producción y consumo globales que rigen el modelo capitalista influyeron de manera que se fue dejando de lado la cultura elitista e individualista, con grandes figuras de la modernidad, para construirse la cultura posmoderna más masificada y más vulgar.
Aunque, paradójicamente, los recursos estéticos atribuidos a la posmodernidad —verbigracia, el bricolaje con la tradición, el juego con lo popular, la reflexividad, el híbrido, el pastiche, las florituras o bien, el descentramiento del sujeto— ya se hallaban en el arte moderno.
De manera que la ruptura no parecía crítica. Trascendiendo los linderos del arte, la posmodernidad surge de la constelación de un orden dominante desclasado, una tecnología mediatizada y una política monocroma.