La Ley 108-10 para promover la producción cinematográfica es un notable éxito del Gobierno y los anteriores. Ha regularizado como contribuyentes a incontables personas y empresas previamente informales, como artistas, extras, carpinteros, electricistas, técnicos, sastres, proveedores de hospedaje, alimentos, transporte, alquileres de inmuebles, vehículos, equipos y estudios.
Es una lista larguísima de participantes del negocio, quienes son ahora conocidos por la DGII. El cine desarrolla talentos.
Transfiere conocimientos que enriquecen la nación. Emplea abogados, contables, médicos. Hay sinergias como promovernos como destino confiable para la inversión y el turismo. Todas estas ventajas obvias son sin costo ni sacrificio para el Estado.
Hungría, Irlanda, Australia, República Checa, Francia, Bélgica, Canadá, Colombia, Croacia, Lituania, Malta y otros países ofrecen facilidades e incentivos fiscales mucho más generosos que nosotros. Atraer cineastas es una tarea competida y complicada, que exige esfuerzo sostenido.
Por tanto, es legítimo el aminoplismo de los dolientes del cine dominicano ante los amagos de destruir esta incipiente industria con la reforma fiscal en curso.
Será dañoso atacar la seguridad jurídica de quienes han invertido por la Ley 108-10, piropeada por el presidente Abinader.
Distinto a privilegiados por exenciones, hacer películas crea una cadena de valor, agrega contribuyentes al fisco. Merece salvarse el cine dominicano.