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Entre tranvías y monorrieles

La movilidad urbana en Santo Domingo se ha convertido en un laboratorio de anuncios. Cada cierto tiempo se lanzan titulares sobre tranvías, monorrieles, trenes ligeros o proyectos que prometen transformar el transporte público.

Se fijan fechas de inicio, se muestran maquetas, se habla de inversiones millonarias, pero pasa el tiempo y la realidad es que seguimos atrapados en los mismos tapones, con la misma incertidumbre y con la misma sensación de que todo se queda en enunciados más que en planes.

La credibilidad se erosiona cuando lo que se presenta como inminente no se materializa, o cuando de repente se cambia de idea: hoy un tranvía por Churchill, mañana un monorriel por la 27 de Febrero, pasado mañana una línea férrea hacia San Cristóbal.

El ciudadano común se pregunta si realmente hay un plan detrás o si estamos ante una serie de experimentos improvisados. Y es comprensible, cualquier obra de esta magnitud no es un juego de ensayos, porque impacta directamente en cómo se usa el suelo, cómo se desarrollan los proyectos inmobiliarios y hasta en la vida cotidiana de los barrios.

Pongamos un ejemplo sencillo: nadie quiere descubrir de la noche a la mañana que justo frente a su casa levantarán una estación, con todo lo que eso significa en ruido, tránsito, sombra, y cambio en la dinámica del sector. Una estación también puede valorizar un área, pero sin planificación lo más probable es que genere resistencias y conflictos. La ciudad no es una maqueta; está habitada, tiene historia, tejido social y equilibrios frágiles que pueden alterarse con una columna de hormigón mal puesta.

Lo más preocupante es el costo económico. No hablamos de pequeñas inversiones, cada kilómetro de estas infraestructuras puede costar decenas de millones de dólares. Y casi siempre se financia con deuda pública. Es decir, lo pagamos todos, ahora y durante décadas.

La planificación es la madre de todo. Sin un plan maestro de movilidad serio, transparente y consensuado, cualquier anuncio es humo.

Y plan no significa un documento que se guarda en un cajón o se muestra en PowerPoint para cumplir, sino un instrumento vinculante, con etapas claras, prioridades definidas y estudios de impacto urbano y ambiental que digan qué va a pasar con la ciudad existente. No se puede planear el transporte sin integrar la vivienda, el comercio, las zonas industriales y los espacios públicos.

Es imprescindible, además, transparencia económica. Que la gente sepa cuánto costará cada kilómetro, cuánto pagará el pasajero, cuánto cubrirá el subsidio del Estado y de dónde saldrán esos fondos. Los números deben ser reales y sostenibles, no promesas para justificar un titular.

Y, sobre todo, hace falta escuchar a la ciudadanía. Un sistema de transporte público no se impone a la fuerza; se construye con legitimidad. Consultar a los vecinos, a los comerciantes, a las juntas de vecinos y a las organizaciones sociales es parte de la solución. Porque la movilidad no es sólo técnica, sino profundamente social.

Santo Domingo necesita moverse mejor, de eso no hay dudas. Pero más que tecnología, lo que nos falta es institucionalidad y coherencia.

No podemos seguir confundiendo a la gente con anuncios espectaculares y fechas que nunca llegan. La ciudad merece respeto.

Y ese respeto empieza por planificar en serio, con visión de largo plazo, y por ser honestos al anunciar lo que realmente se va a hacer.

Sólo así, cuando se coloque la primera columna de hormigón, podremos creer que no es otro experimento pasajero, sino el inicio de una obra que transformará de verdad la vida de los capitaleños.

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