Yo, que formo parte de una generación que nació cinematográficamente bajo el influjo de que el spaghetti western de Sergio Leone era mi John Ford y que, la musicalización de Ennio Morricone a la trilogía del dólar (Por un puñado de dólares, la muerte tenía un precio, el Bueno, el malo, y el feo) de su amigo y compañero de aulas, pensaba sencillamente que esa sonoridad, ese savoir fare que utiliza la guitarra eléctrica como instrumento principal en la composición de una partitura cinematográfica aunada a silbidos, a elementos de aleatoria apariencia, reduciendo la información al mínimo y tensionando, contrapunteando música, silencios, ruidos, poniendo a jugar estos elementos cual adulto sapiente en kindergarten, era el estándar de la música en el cine. Me equivoqué de medio a medio.
No casualmente, el arte que se esfuerza por ser lenguaje al interior de un lenguaje que intenta ser arte (como al cine define Cristian Metz), ha tenido en su generalidad una concepción aplicada de la música en el cine: el régimen de la tonalidad, específicamente la música romántica del siglo XIX de consigna, acompaña el grosso industrial hollywoodense desde la primera película que oficialmente resalta la figura del compositor cinematográfico (Louis Silvers en el cantor de Jazz, 1927). Reinan clichés. Violines, violas, y metales tomaban la pantalla en las escenas de batalla y aventura. El solo instrumental para encumbrar emociones. Elementos poco utilizados como el vibráfono, para el misterio. La edulcoración romántica maridaba perfectamente con el periplo manipulativo, donde raras veces accedían a mostrarnos –tímidamente- las rupturas musicales que emprendieron las vanguardias sigloveintistas neoclásicas y atonales. La razón en astral puede sacarte del rebaño.
Haciendo potable la etiqueta con lo no representativo, Ennio Morricone (Roma, 10 de noviembre de 1928, 6 de julio de 2020) fue un genio que ejercía su virtuosismo con frugalidad, sencillez y consagración sacerdotal. En palabras de su discípulo más aventajado, John Zorn (tesoro del underground. El más grande compositor y renacentista musical vivo): “su dominio de una amplia gama de géneros e instrumentos lo convirtió en un músico adelantado a su tiempo. Podía explorar técnicas extendidas con una boquilla de trompeta en un contexto de improvisación libre por la mañana; escribir un seductor arreglo de big band para un cantante pop en la tarde, y marcar una banda sonora de película orquestal ardiente por la noche. Este tipo de apertura sigue siendo el camino del futuro, y fue un modelo formativo para mí”.
Recientemente, discutía con un amigo sobre quién ha sido el mejor compositor musical cinematográfico. Él me aducía que John Williams, precisamente el autor más popular que se ha cobijado en la obviedad musical del fuera de campo, donde imagen y sonido son parasitariamente unívocos, como escuchar su opus de la saga Star Wars. Sin embargo, accediendo a las playlists y compilaciones que en Spotify abundan de Ennio Morricone, que recorren la sublimidad decimonónica sinfónica (las érase una vez en el Oeste, érase una vez en América, La misión) o la dimensión lúdica absoluta del free jazz, de la música encontrada, sincretismo, tropicalia, electrónica (Investigación de un ciudadano libre de toda sospecha, los fríos ojos del miedo, l’umanoide, Queimada), construyen un hermoso artefacto variopinto de su obra. No necesitas ver la película, porque dentro de sus piezas abundan historias dentro de la historia. Soledades, alegrías, rechazos, traumas, redenciones y esperanzas que se articulan orgánicamente, capaces incluso de repetirse con tonalidades diferentes. La partitura musical en tanto poderío sensorial y de lectura autónomo. Ennio Morricone no sólo sería el mejor musicalizador que ha tenido la historia del cine. Quizás estaría en la misma conversación de los grandes compositores musicales (Bach, Beethoven, Ives, Varése) de todos los tiempos. Así de grande.