
El Partido de la Liberación Dominicana (PLD) es el ejemplo más reciente y palpable de cómo la ausencia de una estrategia clara, acompañada de una táctica coherente, puede arrastrar a una organización política desde la cúspide del poder hasta el margen de la influencia.
No se trata de una afirmación ligera, sino de la constatación de los errores cometidos desde el momento en que el partido dejó pasar, sin una respuesta proporcional, episodios clave de la vida democrática reciente.
Uno de esos momentos fue la abrupta suspensión de las elecciones municipales de febrero del 2020. Mientras el país entero esperaba una posición firme del gobierno y del PLD, lo que se ofreció fue un escueto comunicado. Esa tibieza resultó costosa.
No sólo porque dejó al partido expuesto ante sospechas de complicidad, sino porque reflejó, ya entonces, una dirección carente de reflejos políticos. Era el momento de fijar postura, de liderar la demanda democrática, pero se prefirió el silencio, y el vacío fue ocupado por la indignación ciudadana que se expresó en las protestas frente a la Junta Central Electoral.
Ya desde su proceso interno, con las denuncias de irregularidades en el uso de algoritmos que presuntamente afectaron al expresidente Leonel Fernández, el PLD mostraba grietas profundas en su conducción.
Aquello quedó sin explicación ni resolución convincente, y cuando vino el escándalo electoral, las viejas heridas cobraron nuevo vigor. No hubo táctica para manejar la crisis, ni estrategia para contener la desafección del electorado. El resultado fue el peor posible: pérdida del poder y un costo político extendido hasta hoy.
Tras la derrota electoral de 2020, vino el vendaval judicial: acusaciones de corrupción, arrestos espectaculares y un Ministerio Público que, amparado en su supuesta independencia, estructuró un relato donde el PLD era sinónimo de corrupción.
¿La respuesta del partido? Comunicados, declaraciones aisladas, y una defensa timorata basada en la premisa de que la responsabilidad era individual. Un error garrafal. En política, y más aún en la oposición, no basta con distanciarse de la culpa; hay que disputar el relato.
Hoy, a cinco años de aquellos acontecimientos, los resultados de algunos de esos procesos judiciales comienzan a dejar al descubierto que mucho de lo actuado tuvo motivación más política que jurídica.
Fernando Rosa y Freddy Hidalgo, ambos miembros del Comité Central del PLD, fueron absueltos.
Magaly Medina, hermana del expresidente Danilo Medina, también. En el caso de Alexis Medina, aunque fue condenado, la tipificación penal ha sido cuestionada por expertos jurídicos. Pero el daño político ya está hecho, en gran medida porque el PLD no asumió una postura firme desde el inicio.
Esa falta de estrategia, ese temor a librar la batalla política en el terreno judicial, permitió que se consolidara en la opinión pública una narrativa adversa. Una que ha costado dos procesos electorales y amenaza con extender su efecto hacia el futuro inmediato.
El estigma de partido corrupto no se elimina con sentencias absolutorias, sino con una narrativa política bien construida, que el PLD decidió no encarar.
La lección es clara: en política, como en la guerra, no basta con tener razón, hay que saber cuándo y cómo defenderla. El PLD ha pagado un precio alto por su imprevisión, por no haber entendido que la oposición no se ejerce desde la pasividad ni desde la marginalidad comunicacional.
Cada acto de gobierno debe tener su contrapeso, cada acusación su respuesta, cada proceso su interpretación política.
El futuro inmediato exigirá más que comunicados. Requiere de un partido que recupere el sentido táctico de la política y reconstruya su relato frente al país. De lo contrario, su lugar en el escenario nacional seguirá disminuyendo, arrastrado por los errores de ayer y la inacción de hoy.