Sin importar qué tan diferentes entendamos que somos, nuestras acciones van encaminadas en la creencia de que lo que nos afecta a nosotros afecta a los demás de la misma manera.
En el día a día y en nuestra limitada forma de ver las cosas, cometemos el error de pensar que los demás leen nuestros pensamientos porque nos conocen hace años; que saben cómo nos sentimos, porque compartimos hace mucho tiempo o hemos compartidos cosas e intereses en determinado momento; y que tienen el deber de identificar lo que nos pasa porque dejamos un camino de migajas para comunicar lo que nos afecta y molesta.
No son uno ni dos los que pensamos que, de manera “telepática”, los que nos aman conocen el enmarañado mundo de nuestros pensamientos y sentimientos, aunque nunca nos hayamos tomado el tiempo de comunicarnos, a lo que se le agrega que -muchas veces- nosotros mismos no logramos conocernos en toda la extensión de la palabra.
Cada libro que he leído sobre relaciones -personales, familiares, profesionales y sentimentales- afirma que estas se sustentan en la comunicación, en lo que decimos y cómo lo decimos.
En no quedarnos callados cuando algo nos molesta y en expresar lo que sentimos, todo bajo el manto del respeto y la amabilidad, pues para decir las cosas no tenemos que alterarnos ni ofender al otro, aunque es difícil lograr esto.
Es tiempo de entender que vivimos en un mundo de diferencias… y que estas las deberíamos crear nosotros al valorar las de los demás y ejercer con devoción nuestra gran capacidad de comunicación, no dando por sentado que el otro debe comprendernos.