Cuando una sociedad exhibe como trofeos expresiones deleznables, promovidas como arte por la industria adiafórica y viciosamente mercurial; cuando exalta, disfrazados de provocación o rebeldía, sus miserias pornográficas, sus más bajos y bestiales instintos, entonces es muy probable que esa sociedad esté encaminándose a un grado cero de civilización, a un brote anárquico de incultura, tribalismo y aberración.
Solo haría falta que, en medio de su propia podredumbre, los agoreros y propagadores de esas expresiones consigan, renegando el punto de inflexión de Freud respecto del inicio de la cultura y el final de la barbarie, que se normalice el incesto.
En modo alguno presumiría de moralizante. Tampoco me sentaría en el sillón del puritano. Sin embargo, alertar sobre lo execrable, por indignante y perverso, por simplemente rastrero, más que obsceno, es una responsabilidad ética de cualquier ciudadano partidario del buen juicio y de la decencia.
Es deber, además, de las élites bienpensantes, de las conciencias críticas de su época, como también, poner diques de contención a esos desafueros facturados como arte debería ser una responsabilidad de los medios de comunicación, del comercio y la crónica de espectáculos que observen, aun sea de soslayo, los conceptos básicos de la deontología de la comunicación social.
Como simple ciudadano, compromisario de las reglas elementales de convivencia y del respeto a la auténtica soberanía y deber cívicos, me avergonzaría de esos antivalores propalados y de esos falsos ídolos que, centrados en la degradación de la libido y en aullidos que invitan a la adicción, violencia sexual y ruptura de las normas, se publicitan hoy como intérpretes de la nueva música y la danza populares, que por eufemismo intencionado y afanosamente comercial, se suelen llamar ritmos urbanos.
Provoca desaliento y desconcierto, además de temor al devenir, que niños, adolescentes y jóvenes de diferentes estratos sociales repitan, quizás inconscientemente, esos quejidos, ladridos e improperios montados sobre música electrónica y otros recursos, moviendo sus cuerpos como reptiles lascivos, presas de alucinógenos o ahogados en alcohol. No niego que pueda haber talento allí. Pero llega a lo dantesco lo que se difunde.
Lo rítmica y culturalmente transgresor del hip hop, el reguetón y el rap (en su talante narratorio o discursivo) como manifestaciones musicales afroamericanas, latinas e hispanas en EE. UU., sobre todo en barrios marginados de Nueva York en los años 70, derivó, décadas después en el trap, más lascivo, blasfemo e iconoclasta; el dembow, más veloz y destemplado, y desde aquí, pasando por diversos subgéneros, al drill, último término que en el lenguaje pandillero y criminal significa taladrar o acribillar, y que ha calado hondo en la denominada generación Z. Esta evolución en la música y el baile no hubiese tenido lugar sin la aceleración de la revolución tecnológica, el apogeo del medio digital y la masificación de las redes sociales.
A mi ver, no se trata de una nueva estética de lo abominable, de lo feo, de lo grotesco o de un nuevo tremendismo estético con base filosófica dadaísta y anárquica. Mucho menos de un lenguaje que represente una nueva sentimentalidad, un nuevo rictus amatorio.
En las letras de lo más decadente, pero excesivamente divulgado, de esos ritmos solo se encuentran una frenética ignorancia de la cultura de lo escrito, sin rebasar un escaso manojo de interjecciones, y una ceguera espiritual rayana en lo aborrecible, que no hacen más que saturar, con tono de letanías paganas, propagandístico y perverso, aunque contagioso, la función anatómica de los genitales. No digo que sea todo, pero hay demasiado de ello en plataformas digitales, las estaciones radiales, en la televisión, en la prensa impresa y digital, como en las redes sociales.