En viaje reciente a Estados Unidos, me llamó poderosamente la atención los niveles de rechazo prevalecientes en contra de la candidata del partido Demócrata Hillary Clinton, representante de la institucionalidad política enquistada en Washington, y el ascenso del empresario farandulero y candidato del partido Republicano Donald Trump, representante del votante disgustado con las manipulaciones y conflictos de los políticos tradicionales.
Hasta ahora la carrera presidencial norteamericana, cuyos resultados tendrán enormes impactos sobre la República Dominicana, sus términos de intercambio comercial, política migratoria y muchos otros temas de vital importancia, se ha llevado a cabo en un ambiente de dimes y diretes, que van desde el manejo irresponsable de informaciones confidenciales y acomodamiento con grandes intereses económicos políticos, hasta acusaciones de incapaz, vanidoso, carente de ideología y planes de gobierno.
Todo indicaba una posible fisura en el partido Republicano en un vano intento de detener la popularidad del candidato Trump, cuyo ascenso ha obligado a sus contrincantes partidarios cerrar filas con él y adoptar muchas de sus promesas controversiales, como aquella de ampliar el muro fronterizo entre su país y México.
Por el otro lado, la que se veía como segura ganadora, la excanciller Clinton, ve cada día descender su popularidad gracias a manejos torpes en la aceptación de responsabilidades atribuidas a sus funciones públicas, su identidad con un “establishment” socio-político-económico que tiene hastiado al votante, y una imagen ligada a manejos cuestionados de su Fundación Clinton, y los intereses familiares de su hermano, yerno, suegro y marido.
La presente campaña presidencial conducente a las elecciones en noviembre próximo sigue un guión más propio de la política latinoamericana que la de un país que se supone líder del mundo libre. Continuemos viendo el desarrollo de esa campaña, seguros de que ninguno de los dos candidatos representa políticas favorables para nuestro país.