
La política, ¿al servicio del bien común o de intereses privados?
Durante décadas, América Latina ha visto caer a presidentes, exmandatarios y jefes de Estado bajo acusaciones de corrupción, lavado de dinero y violaciones de derechos humanos. En la República Dominicana también se registran denuncias recurrentes contra funcionarios poderosos. Frente a esta realidad, surge una pregunta urgente: ¿vale la pena que personas íntegras entren a la vida política con vocación de servicio colectivo, liderazgo transformador y compromiso democrático?
La política, concebida como servicio al bien común, se ha visto muchas veces distorsionada por intereses privados, clientelismos y corrupción. Casos como los de Alberto Fujimori, condenado en Perú por abuso de poder, violaciones a los derechos humanos, masacres y corrupción, o los de Alejandro Toledo y Ollanta Humala, ambos condenados por casos de financiamiento ilícito ligados a Odebrecht, han expuesto cuan permeables son las instituciones a la corrupción.
En Guatemala, Otto Pérez Molina renunció tras un escándalo de corrupción llamado “La Línea”, fue detenido y procesado, evidenciando que el desfalco institucional puede llegar hasta los niveles más altos del Poder Ejecutivo. En El Salvador, Antonio Saca fue condenado por malversar cientos de millones de dólares públicos, mientras Mauricio Funes es acusado de enriquecimiento ilícito viviendo en el exilio. Rafael Correa en Ecuador fue condenado en ausencia por dirigir una red de sobornos. Álvaro Uribe en Colombia ha sido recientemente condenado por cohecho pasivo y abuso de proceso. Cristina Fernández de Kirchner fue condenada por corrupción relacionada con obras públicas. Y Ricardo Martinelli en Panamá, también enfrentó condenas vinculadas a lavado de dinero.
Estos casos tienen en común no sólo los delitos, sino el uso del servicio público como medio para lucro personal o para consolidar redes de poder. Funcionarios que penetran instituciones, manipulan presupuestos, desvían fondos públicos hacia intereses privados, y sujetan la justicia a intereses políticos, dejan como saldo institucional la desconfianza, la impunidad y el deterioro del tejido social.
En la República Dominicana, aunque no se hayan verificado al día de hoy condenas presidenciales por crímenes graves de lesa humanidad en los estándares internacionales comparables, ni por corrupción, más allá de la persecución política contra Salvador Jorge Blanco y otros, descargados posteriormente, sí existen numerosas investigaciones, acusaciones y cuestionamientos sobre enriquecimiento ilícito, compras estatales sin transparencia y debilidades en los sistemas de fiscalización. Esto configura un caldo de cultivo para que los incentivos del servicio público se desvíen hacia lo personal.
La política como vocación de servicio
A pesar de ese panorama que parece tan sombrío e incremental, hay un contrapunto: quienes aún creen en la política como vocación de servicio lo hacen con la convicción de que es posible transformarla desde adentro. En este sentido, la integridad, el liderazgo transformador y la visión institucional y democrática se vuelven imperativos. No basta con que la ley exista: se requiere que los mecanismos institucionales funcionen, que el Ministerio Público actúe con independencia, siempre respetando los principios y las garantías procesales, de manera particular el postulado de objetividad; que los tribunales investiguen sin sesgo; y que la ciudadanía esté alerta, ejerza su opinión pública con criterio y responsabilice a sus gobernantes.
Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, definía a la opinión pública como esa fuerza vital que emerge cuando la masa ciudadana participa activamente en los asuntos públicos. Para él, no es suficiente que haya multitud. Habermas, por su parte, concibe la ciudadanía activa como un elemento indispensable para la vida democrática y para la legitimidad del poder político.
En su teoría de la acción comunicativa y en sus obras sobre democracia deliberativa, plantea que los ciudadanos no deben ser meros receptores de decisiones, sino actores críticos y participativos en el espacio público.
De ahí que lo esencial es que exista discernimiento, exigencia ética, y que la sociedad no delegue todo, sino que vigile, critique, premie la honestidad, rechace la corrupción y participe activamente.
¿Vale la pena, entonces, que una persona íntegra se arriesgue a entrar al servicio público en Latinoamérica o en la República Dominicana? Sí, vale la pena, porque la alternativa es que los peores tomen el espacio y definan las reglas -las instituciones, los recursos, la voz pública- conforme a sus intereses. Pero la tarea no será fácil, se requiere liderazgo ético, instituciones robustas, justicia independiente, y una ciudadanía que no mire hacia otro lado.
El servicio público debe volver a ser visto como un honor, no como una trampa. Cuando los íntegros toman la decisión de servir con visión transformadora, democrática y justa, toda la sociedad se beneficia.