El selfie como degradación del retrato

El selfie como degradación del retrato

El selfie como degradación del retrato

José Mármol

El retrato, como resultado estético, tiene su origen en la necesidad de revelar, hacer resplandecer, más que la evidencia o vestigios físicos de un rostro, lo velado del alma del sujeto representado. Se establecía, pues, un vínculo entre el retratista y el retratado.

Van Gogh, quien, en un lapso asombroso, delirante y profusamente productivo de apenas diez años, hasta el día de su trágica muerte, se retrató múltiples veces a sí mismo -porque al carecer de dinero carecía también de modelos-; pero, lo hizo convencido de que harían falta cien años para que se comprendieran sus autorretratos y rostros campesinos.

Picasso pintó luego un retrato cubista de Gertrude Stein, reconociendo su incomprensibilidad en su propio tiempo, pero convencido de que algún día se le parecería.

Y así fue, porque evolucionó el lenguaje de la plástica y se transformó el código de lectura del espectador.

La fotografía vendría a establecer otra forma de vínculo entre el artista de la lente y su modelo. Aun así, lo que la luz que atraviesa el obturador escruta en la mirada del que posa es el desvelamiento de los pliegues intangibles en el aura del alma.

Con la eclosión de la modernidad tardía, de los adelantos tecnológicos y la velocidad de los medios digitales el arte como mímesis o representación de lo natural, sometido a desafíos en distintas épocas, entra en bancarrota, para dar paso a una radicalización de la expresión del yo del artista y la particularidad lingüística, la voz y acento personales de su obra.

No hay un yo-tú que haga la función vinculante.

Entra en vigor la íntima relación, si se quiere, narcisista, del creador frente a sus propios recursos expresivos.

El mundo digital ha dado al traste con aquella dialéctica de la relación artista y modelo.

La autoafirmación narcisista de la individualidad, que hace del sujeto el centro de sí mismo, y no ya el centro del universo como en Copérnico y Kant, y su articulación en una sociedad que solo procura la eficiencia, productividad y rendimiento para la repetición idéntica de la lógica consumista del capitalismo neoliberal y la globalización, ha engendrado individuos alienados en el medio digital, con padecimiento de ciber adicciones, depresión, angustia, infelicidad, agotamiento y soledad.

El selfie es un modo de autoexplotación semiótica. De la misma forma en que ya no hay un sistema económico que explota, como en Marx, al sujeto, sino, que el sujeto se autoexplota en la dinámica digital, tratando de ser cada vez más eficaz en el rendimiento, más ubicuo, estar más conectado, ser un fenómeno de celebridad efímera en las redes sociales, así como tener un mayor volumen de seguidores en una comunidad virtual donde nadie se conoce, donde no hay comunicación, sino, conectividad, y donde el vínculo se reduce a la posibilidad o no de oprimir la tecla de borrar.

La propensión obsesiva al selfie es un síndrome posmoderno de ansiedad.

Así opera el imperativo categórico del clic. Se sigue a alguien. Pero, no se articula una relación que refuerce vínculos humanos duraderos.

El selfie es una reafirmación volátil de un sí mismo que brilla por su pobreza interior, inautenticidad, vanidad, maquillaje y pose.

El medio digital ofrece la posibilidad de que el yo narcisista del selfie se mejore a sí mismo en la imagen, a través de una alteración de sus líneas faciales, corporales y rasgos de personalidad.

El sujeto se pule en el selfie, en una aventura de autocomplacencia sobre un fondo de vacío existencial. El selfie es una degradación pornográfica del retrato. Un yo mismo sin yo sustentable.



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