A propósito de la misoginia y sus implicaciones sociales y culturales, vale recordar que el mundo de hoy está demandando una sensibilidad que históricamente ha sido desperdiciada y hasta despreciada: la femenina.

El asombro frente a la deshumanización y la anestesia ante el dolor nos lleva a mirar a la mujer como protagonista de los cambios que se requieren en estos tiempos de incertidumbre en que ser sensible puede verse como una muestra de debilidad, aun siendo la mayor grandeza humana.

Hay que afianzar en la sociedad la sensibilidad de la mujer que se expresa en mujeres que dicen sí a la vida, que la cuidan y que transforman el mundo.

La vida que gesta la mujer es la riqueza de la sociedad. Su apuesta por la vida nos ha legado lo excelso, lo sagrado y lo ético expresado en grandes músicos como Mozart, cantantes como Andrea Bocelli, santos como Juan Pablo II y Jesús, nuestro Salvador.

El amor de la mujer se manifiesta en el amor más sublime y más sensible: el de la madre. Necesitamos más amores incondicionales y sin límites.

El amor de madre acoge, perdona y libera. Si todos nos cuidáramos y nos quisiéramos con la sensibilidad de una madre, olvidáramos más rápido las ofensas y habría más paz en las familias. Existiría un mundo mejor si cada uno fuera para el otro como “una madre”.

La sensibilidad de la mujer se expresa como un valor de bien que transforma todo lo que toca. En un hogar, la prioridad de una mujer es educación y salud para sus hijos.

Por eso, las mujeres son las protagonistas de la reducción de la pobreza en América Latina. Cuando una mujer progresa, avanzamos todos.

El papa Francisco nos invita a valorar la valentía de las mujeres, reconociendo que la mujer es quien da armonía y sentido al mundo, y que no está para lavar platos o recibir maltratos.

Esa es la esencia de la lucha por la igualdad: reconocer y proteger su dignidad, aprovechando su potencial para construir una nueva humanidad.