Mami era loca con el pollo, detestaba el pescado por lo inmundo de su olor: su aroma se quedaba por días en el fregadero y en toda la cocina. Le apestaba eso, no lo podía oler. Cuando llevábamos pesca o compra de ese alimento, se crispaba. Lo contrario pasaba con el pollo.
A sus hijos, una prole numerosa de siete, mucho para madre soltera que subsistía con salario mínimo, solo les podía dar carne con el pollo, pues con dos libras daba para saciar los estómagos de esos energizantes adolescentes y jóvenes que iban y regresaban a paticas a la universidad.
Esa misma descendencia se mofaba de su abuso diario con la carne de esa ave y lo llamaban “poscho”. Se los daba hasta de merienda.
La rutina era esta: comprarlo en el colmado, mi abuela lo sazonaba y se servía al mediodía. A veces el pollo criollo del colmado era sustituido por una gallina vieja, en los tiempos en que los mercaderes de barrios pobres pasaban a pregón con esos animales colgados en un palo de escoba, para intercambiarlos por ropa vieja. Ah mi abuela que entraba, feliz, en esos trueques.
Cómo estarán los huesos de mami ahora que un pollo ronda los 100 pesos la libra, distante de los dos pesos que en su tiempo lo compraba. Qué sería de ella saber que sería inalcanzable comprar ese alimento con una inflación rondando el 10 por ciento que el Banco Central se afana en minimizar y hacer ver como “normal”.
La situación siempre ha sido la misma para los de abajo: antes el pollo a 2 y ahora 100, da igual. En ese tiempo, el salario mínimo rondaba también los 180 dólares mensuales, el 85 por ciento de la población asalariada ganaba menos de 300 dólares y los vendedores informales de todo tipo de cosas superaba el 50 por ciento, o dicho en palabras bonitas de los economistas: más del 50 por ciento de la población sobrevivía de la economía informal.
Que sea Balaguer, Hipólito, Leonel, Danilo o Abinader, es lo mismo: los pobres siempre tienen dificultad para comer diariamente. Ahora es la guerra y el covid-19, antes la Guerra Fría y cuántas cosas se inventaba el capitalismo.
Lo cierto es que hoy, como ayer, los dominicanos estamos jodidos.