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El poder que enferma la convivencia

He llegado a pensar que el mayor mal de nuestra sociedad no está solo en los grandes actos de corrupción o en los abusos de quienes ocupan posiciones públicas. Está, más bien, en los pequeños abusos diarios que todos, en mayor o menor medida, hemos aprendido a justificar. Es ese poder cotidiano, silencioso y constante, el que ha ido enfermando la convivencia y distorsionando nuestra manera de relacionarnos con los demás.

Vivimos rodeados de ejemplos. El conductor que se siente con derecho a bloquear una calle porque tiene prisa. El empresario que trata con desprecio al empleado que le sirve el café. El funcionario que, en vez de facilitar un trámite, lo complica para demostrar su autoridad. El vecino que ocupa el espacio común como si fuera suyo.

En cada uno de esos actos, aparentemente inofensivos, se esconde una cultura de poder mal entendido.
Nos acostumbramos a creer que tener poder, aunque sea pequeño, nos da licencia para imponer nuestra voluntad. Pero el verdadero poder no se demuestra dominando, sino sirviendo. No está en el grito ni en la orden, sino en la capacidad de influir con respeto y de construir desde el ejemplo. Lo contrario, ese ejercicio egoísta del poder, termina contaminando todo lo que toca.

Lo más preocupante es que ya no lo notamos. Hemos normalizado la prepotencia. Creemos que quien no abusa, pierde. Que ser decente es sinónimo de ingenuidad. Y así, poco a poco, vamos construyendo un país donde la astucia se valora más que la honestidad y donde el respeto se considera una debilidad. El problema es que en ese juego de abusos nadie gana, porque lo que se pierde es la confianza, y sin confianza no hay sociedad que avance.

El abuso del poder cotidiano es también una forma de violencia.
No deja moretones, pero deja huellas en el alma colectiva. Daña el ánimo de la gente, deteriora las relaciones y perpetúa la desigualdad. Y lo más triste es que se aprende por imitación. El niño que ve a su padre maltratar a un empleado o irrespetar una norma crecerá pensando que así se logra el respeto. De esa manera, el ciclo se repite una y otra vez.

Cambiar esta cultura no depende solo de leyes ni de discursos políticos.

Depende de un cambio profundo en nuestra manera de entender el liderazgo y la autoridad. Cada persona que tiene bajo su responsabilidad a otra, cada ciudadano que toma decisiones que afectan a los demás, tiene en sus manos la oportunidad de mostrar que el poder también puede ser decente.
Ser líder no es mandar, es inspirar. Tener autoridad no es someter, es orientar. Y ejercer poder, en cualquiera de sus formas, debería ser un acto de servicio, no de dominio. Cuando comprendamos eso, habremos dado un paso enorme hacia la re conciliación social que tanto necesitamos.

Hay un poder distinto, más humano, más silencioso, que nace del ejemplo y del respeto. Ese poder no destruye, construye. No impone, convence. No divide, une. Quizás sea hora de empezar a ejercerlo, desde
donde estemos y con lo que tengamos. Porque los grandes cambios sociales no comienzan en los palacios de gobierno, sino en los gestos cotidianos de la gente común que decide hacer las cosas bien.
El país no se transforma cuando los poderosos cambian de actitud, sino cuando cada ciudadano deja de abusar del pequeño poder que tiene. Y ese cambio, aunque parezca mínimo, puede ser el inicio de una
nueva forma de convivencia basada en la dignidad y en el respeto mutuo.

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