El pan nuestro de cada día
En ocasiones me he preguntado si la República Dominicana resistiría una auditoría ejecutada por una firma internacional íntegra e incuestionable sobre los destinos de los dineros “administrados” por los diferentes gobiernos desde 1961 hasta la fecha y que englobamos en el capítulo de la “deuda externa”.
¿Qué ocurriría si se hiciera una rigurosa evaluación de los bienes del Estado partiendo del sustancial patrimonio creado durante los treinta años de la dictadura de Rafael Trujillo? ¿Y qué decir de los montos presupuestarios de millones y millones utilizados por los gobiernos en estos últimos 57 años de “vida democrática”? Esta es una tarea pendiente.
Esos caudales, inmensos como es lógico, hubieran financiado nuestro desarrollo y desterrado para siempre nuestra escandalosa pobreza, el analfabetismo, la enfermedad, el avasallante desorden que aqueja las instituciones, la corrupción y el dispendio descarados.
En este contexto de ilusiones las noticias de la cotidianidad no estarían desbordadas de tanta amargura y desasosiego. Podríamos haber construido una nación sin esos índices de necesidad, sufrimiento y dolor que se acumulan día tras día, y que nos hacen dudar de nuestro destino como sociedad civilizada.
Los superávit serían inmensos. Suficientes como para que en vez de un país con las consabidas y horrorosas diferencias en lo social y lo económico de todos conocidas, viviéramos en una sociedad equilibrada, donde las instituciones funcionaran a plenitud y los servicios, la educación, la salud pública, la seguridad, fueran óptimos.
En lugar de afrontar los hechos, la realidad, quienes nos han gobernado en los últimos tiempos han procurado sustituir esta pesadilla dantesca con una campaña mediática de fábula que cuesta miles de millones y cuyo propósito es mantener en un estado de apatía narcotizada y electorera a los desdichados moradores de un país donde la tristeza y la frustración son el pan nuestro de cada día.
¿Qué nos ha ocurrido? ¿Por qué persistir bajo la égida de una dirigencia nacional ambiciosa, desbordada de apetitos espurios, deshumanizada, sin sentimientos patrióticos? ¿Por qué el grueso de la ciudadanía hace tan irrisorio acto de presencia para defender lo que en verdad le corresponde y que ha sido subrepticia y públicamente usurpado por unos pocos?
Quizás porque no hemos comprendido la necesidad vital de proteger el patrimonio moral y material que nos han legado nuestros antepasados.
Basta con apreciar las inconductas de muchos de nuestros “hombres públicos”, sus declaraciones, su defensa de lo indefendible, sus manipulaciones.
Por complicidad o perversidad nos rehusamos a colocar en su justo lugar a quienes ocupan el escenario cuya tarea esencial es crear confusión, contrabandear sus mentiras y promover las peores, las más deleznables causas.
Es la razón por la que somos calificados a nivel internacional como uno de los países más desesperanzados e infelices del mundo. La pregunta es hasta cuándo.
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