Así como el año tiene sus cuatro estaciones, la vida del ser humano también tiene su primavera, su verano, su otoño y su invierno.
Para los que nos ubicamos en el otoño (a confesión de parte, relevo de pruebas), un compañero de trabajo ha puesto en mis manos una hermosa página de la autoría de Francisco Arámburo y de la cual extraigo los siguientes pasajes:
Indudablemente dice- la juventud es una edad dorada y recordada siempre con nostalgia. Es una breve época inolvidable, romántica, vibrante, emotiva y feliz. Pero es también una época llena de luchas, de preocupaciones, de negros nubarrones, nunca exenta de privaciones, de incertidumbres y de ansiedades.
Lo cierto es que sin saber cuándo, ni poder definir con exactitud una edad determinada, en cierto punto impreciso de la vida llega ese lapso en que todo aminora su marcha y se detiene, posándose suavemente, sin prisa, dentro de nosotros mismos. Esta etapa, queridos amigos, es la Madurez.
Ahora no nos inquietan las modas ni los cambios que experimentan las nuevas generaciones, ni nos mortifican las nuevas corrientes o costumbres, pues no estamos obligados a cambiar ni a iniciar nuevas modalidades. Al llegar la Madurez cesan las dudas y las incertidumbres. Ya no es necesario hacer tareas, presentar agobiantes exámenes o pasear a la novia.
Definitivamente lo que íbamos a ser, ya lo somos. Y lo que no íbamos a ser, ya no lo fuimos ni lo seremos. La edad de los impulsos arrebatados, pues, ya ha terminado. Hoy es aquel futuro del cual estábamos tan temerosos ayer. Ya no hay que seguir posponiendo más las cosas, ni hacer planes inalcanzables para el futuro, pues para nosotros el futuro ya está aquí.