La tarde del día siguiente al inicio de la insurrección guerrillera del 28 de noviembre de 1963, la guerrilla acampó en Laguna de Coto, San Francisco de Macorís. Me tocó hacer de centinela del campamento improvisado donde estábamos.
A poco oigo pasos, pasos amigos, porque es Homero Hernández, quien no puede desperdiciar la oportunidad de mitigar siquiera hablando, la desbordante voluntad de hacer algo que siente.
Es mi superior. Obedezco su invitación a sentarme en el suelo, aunque mi campo visual se reduce casi a cero. Notamos que alguien viene hacia el campamento. Nos tendemos en tierra con las armas listas y lo que aparece es un niño.
Se sorprende al vernos, lo tranquilizamos, nos dice su nombre: Alfredo. Camina por allí frecuentemente porque su papá trabaja con don Leoncio Duarte, dueño de la finca y colaborador del Movimiento Revolucionario 14 de Junio, que ahora se ha levantado en armas.
Alfredo tendrá algunos trece años, aunque los trabajos y las obligaciones que ha asumido desde niño lo van convirtiendo en un hombrecito. Homero lleva a Alfredo ante nuestro comandante Rafael Cruz Peralta y vuelve donde mí.
Me olvidé del niño. Pero, para mi sorpresa, aquí está Alfredo de nuevo. Ahora con su pantaloncito de fuerte azul y su camisa gris planchados porque viene dispuesto a irse con nosotros. Hago que Homero vuelva y volvemos a hablar con Alfredo al cual, ingenuamente, se le había dejado libre, mientras la suerte de la guerrilla quedaba a merced de la discreción de un niño.
Por suerte en vez de irse a propagar lo que había visto, volvió muy seriamente, dispuesto a hacerse guerrillero. Por nada del mundo desistía de su propósito. No podemos llevarte porque en el Ejercito no enganchan niños. Yo sé que ustedes no son guardias, conozco a Reyes Saldaña, el guía de nuestro frente, y él nunca ha sido guardia. Pero no podemos llevarte. A mí no hay que llevarme, yo soy fuerte y voy por mis propios pies.
Quédate, si guardas el secreto, dentro de unos días volveremos por ti. Al fin Alfredo empezó a ceder, para ver frustrada su aspiración de ser guerrillero.
A finales de 1964, tras salir de la cárcel, volví clandestinamente a Laguna de Coto y logré reencontrarme con Alfredo y rememorar aquella singular experiencia. Años después me dijeron que había muerto. Ojalá no sea cierto. De todos modos, sesenta años después, yo lo mantengo vivo en mi recuerdo.