¿Quién no se ha entretenido, cantando o bailando, el merengue “El negrito del Batey”, compuesto por Medardo Guzmán y popularizado por Alberto Beltrán y la Sonora Matancera?
Pues bien, en la República Dominicana el batey huele a negro y el negro huele con frecuencia a batey. Ambos evocan en su generalidad miseria y abandono humano, fruto de la injusticia y discriminación. Esto es así, aunque nos duela decirlo.
En nuestras islas caribeñas y en parte del territorio continental americano se puede recoger el sudor amargo, a veces convertido en sangre, del martirologio genocida provocado por la incapacidad de respetar la dignidad humana, sin importar el color.
Los pueblos esclavistas hicieron leyes a su antojo para oprimir a estos seres humanos y utilizarlos como esclavos. Unos doce millones de esclavos fueron enviados a América entre los siglos XVI y XIX, amparándose esta barbarie en leyes antojadizas contra la dignidad humana, simplemente apoyadas en el color de la piel.
Estados Unidos, Brasil, las Antillas y nuestra misma isla Hispaniola fueron destinos de ese desplazamiento bárbaro, de personas indefensas, de las tierras africanas que les vio nacer. Personas humanas convertidas en bienes de comercio, por los que se ofrecía, más o menos, dinero dependiendo de su robustez y resistencia para el trabajo de esclavos, destinado a aumentar la riqueza y el bienestar de gente que también eran valoradas por el color de su piel.
Este crimen de lesa humanidad, con visos de “legalidad”, se alimentó de deportaciones, desplazamientos forzosos, torturas, violaciones, esterilización forzada y discriminaciones de todo género.
La abolición de la esclavitud, arrancada a pedazos a los poderosos de juegos pesados, que querían ser felices a solas, no ha sido suficiente para que el mundo reconozca la igualdad de la dignidad de los seres humanos, no importa el color de su piel ni su cultura.
Hay manchas de sangre, de lágrimas y de sufrimiento que, a pesar del paso del tiempo, todavía no se han secado y que claman por la reivindicación de la dignidad de mucha gente cuyo pecado ha sido ser diferente, por el color de su piel, de quienes han sido los dueños de los pueblos.
Los tiempos han cambiado, pero queda todavía mucho por hacer para lograr un mundo en el que cada ser humano sea respetado y valorado como criatura de Dios, por el mismo hecho de ser persona humana, no por el color de su piel o por la riqueza o status social que posea.
Es cierto que en nuestro país se ha producido una amplia integración de razas. Sin embargo no son pocos quienes todavía hacen diferencias por el color de la piel, especialmente cuando se mira para la otra parte del Masacre.
De seguro que nuestras relaciones con la parte occidental de la isla serían diferentes si la ocupasen seres humanos de color blanco. Los prejuicios y el rechazo no serían parte de la interacción social y política a la que estamos acostumbrados.
Y, sin embargo, las circunstancias históricas que hemos vivido nos han trazado un camino que, a la corta o a la larga, tiene que abocarse a una mutua colaboración para solucionar los problemas comunes que nos desafían. Esta situación debemos también verla con ojos de misericordia.
Más que un estorbo mutuo, el hecho de compartir esta isla constituye una oportunidad para desarrollarnos juntos a nivel integral y ofrecer a los habitantes de esta tierra la posibilidad de vivir como gente.
Tiene que abrirse un horizonte de esperanza, a fin de que el negrito del batey y el blanquito jojoto se reconozcan hermanos, aunando sus esfuerzos para hacer de esta isla un remanso de solidaridad, paz y dignidad.
Mirar con humanismo esta realidad y enfocarla desde una óptica de misericordia, implica luchar por valorar a toda persona por encima de cualquier enfoque que no conduzca a hacer de esta isla un espacio de respeto mutuo y fraternidad compartida.