Febrero de 2020 será siempre recordado como el mes en el que los ciudadanos tomaron las plazas. En Santo Domingo fue la de la Bandera; en Santiago, la del Monumento. En cada lugar donde ocurrió, se apropiaron de los símbolos de su comunidad, haciendo saber con ello su profundo malestar por el estado de cosas en el país.
El detonante fue la suspensión de las elecciones del domingo 16 de febrero; los principales objetivos de la queja, la Junta Central Electoral (JCE) y el partido de gobierno.
Sin embargo, cualquiera que preste atención a las protestas pudo darse cuenta de que no van sólo dirigidas al partido oficial: hay un hartazgo creciente de los partidos tradicionales sin que los alternativos logren convertirse en cauce de este sentimiento.
Lo que estamos viendo en la República Dominicana tiene similitudes preocupantes con países en los cuales el proceso de construcción de regímenes autocráticos se inició con la caída de los partidos. Pero creo que esta visión se queda corta.
El malestar ciudadano los trasciende: la causa efectiva es la falta de esperanza de buena parte de los jóvenes.
Y no les falta razón. Por mucho que la propaganda del emprendimiento intente convencernos de lo contrario, en la República Dominicana no basta con el trabajo duro, el talento y la dedicación para asegurarse una vida digna. La idea peregrina de que los pobres son tales por falta de esfuerzo, ofende no sólo a los dominicanos que trabajan de sol a sol sin salir de su precariedad, sino al sentido común.
Los números están ahí y lo demuestran.
El nuestro es un país en el que la inmensa mayoría se debate entre la desesperación de la pobreza y la inseguridad de la clase media. Nadie está en la obligación de aceptar ese estado de cosas, no hay obligación moral de seguir reglas de juego que te hacen perder siempre.
La vida en sociedad depende de muchas cosas, pero una de las más importantes es que sus miembros se sientan satisfechos con la calidad de vida que les permite.
No es razonable esperar que pueda prolongarse una situación que impide progresar materialmente a la mayoría de la gente y que la excluye del reconocimiento como igual en más de un sentido.
Lo que recorre en el mundo, y a nuestro país, no es un fantasma. Es sencillamente el espectro de las consecuencias previsibles de modelos caducos. Lo que ocurre hoy no es sólo político, es social y lo pagaremos caro si no lo asumimos como tal.