Ninguna migración masiva o sostenida en el tiempo puede serle indiferente a los pueblos receptores. Tampoco debiera serlo para los países en los que se originan oleadas que parecen movidas por una rara voluntad exterior.
Que tanta gente se decida al mismo tiempo a irse debiera de llamar la atención de la administración del Estado y de los líderes sociales de todo tipo.
Este es un signo inequívoco de que algo no está funcionando como debiera.
Pero la política internacional carece de una institución a donde pueda ser llevada la queja de un Estado por emisión desmedida de migrantes, y aunque parezca paradoja, hay más ojos puestos sobre la conducta de la población y las autoridades del punto de llegada, que sobre la irresponsabilidad o la incapacidad del gobierno del pueblo emisor para darle soluciones a las causas de los movimientos humanos.
Pasa con Estados Unidos, que toma medidas en su frontera sur contra oleadas humanas que tratan de alcanzar su territorio; pasa con Chile, que anuncia controles especiales de acceso al país, y pasa con República Dominicana, con una gran masa de sus nacionales dispersos por el mundo al punto de que se les denomina “diáspora”, pero que a su vez es receptora de un alto número de hombres y mujeres que huyen de Haití.
Entre la multitud de migrantes que se agolpan en la frontera sur de Estados Unidos hay miles de haitianos, y a pesar de que los gobernantes dominicanos tienen décadas clamando en el desierto, es apenas ahora, cuando los que huyen del país vecino empiezan a ser un problema continental, cuando otros le reconocen la razón.
Haití tiene que ser ayudado, pero todavía ellos no reconocen su incapacidad y esta es una barrera formidable ante cualquier solución.