El ego, la fuerza que impulsa a Donald Trump

El ego, la fuerza que impulsa a Donald Trump

El ego, la fuerza que impulsa a Donald Trump

Donald Trump y su hija Ivanka Trump. Fot de archivo.

WASHINGTON.-Donald Trump lo admite abiertamente: la fuerza que impulsa todos sus emprendimientos es su ego.

“Casi todos los negocios que he hecho respondieron al menos en parte a mi ego”, expresó el magnate en un artículo del New York times de 1995 titulado, “Lo que quiere mi ego, lo consigue”.

Y lo que quiere hoy Trump a los 70 años es la presidencia de Estados Unidos.

Pare entender sus razones, tome en cuenta que el ego del magnate no es el mismo de los mortales comunes y corrientes (una buena dosis de engreimiento).

Para Trump, su ego es una fuerza extraordinaria que lo empuja a buscar grandes emociones, glamour y estilo, y que produce éxitos extraordinarios.

“La gente necesita tener ego”, dice Trump. “Naciones enteras necesitan tener ego”.

Su campaña en busca de la Casa Blanca es guiada por los mismos instintos que lo acompañaron a lo largo de toda una vida de audaz promoción de su figura, ambición y negocios osados.

Esos instintos le permitieron explotar las ansiedades económicas del estadounidense promedio, hacer a un lado a la plana mayor del Partido Republicano y romper todas las reglas de la política moderna para alzarse con la nominación presidencial republicana.

“Me aprovecho de las fantasías de la gente”, reconoció Trump. Y muchos votantes fantasean con la idea de que Trump le pase a la gente un poco de su personalidad avasallante.

La candidatura de Trump es desmenuzada por analistas que ofrecen todo tipo de teorías sobre su éxito. Es un pendenciero. Un campeón. Inseguro. Un rebelde. Un narcisista. Un optimista. Calculador. Una bala perdida. Un mentiroso patológico. Ve cosas que los demás no ven.

A Trump no le interesa analizarse a sí mismo. Pero admite que buena parte de su vida a la ha dedicado a fijarse objetivos y conseguirlos.

“Cuando consigo algo, después me aburre”, expresó en 1990. “Para mí, lo importante es conseguir algo, no tenerlo”.

Esa mentalidad ha dado paso a abundantes especulaciones sobre si Trump realmente desea hacer a un lado su estilo de vida y enfocarse en la exigente tarea de gobernar un país.

El director de su campaña Paul Manafort dice que Trump quiere un compañero de fórmula de jerarquía, fogueado, porque se ve a sí mismo más bien como un director de junta, no un director ejecutivo, y “necesita una persona experimentada que haga las cosas que él no quiere hacer”.

La confianza ilimitada y una obsesión con ganar han sido una constante en la vida de Trump.    Uno de cinco hijos de una familia acomodada del condado neoyorquino de Queens, Donald era el descarado de la familia.

“Teníamos que calmarlo”, decía su padre Fred, según cuenta Trump. “Hijo, aprende a asimilar los golpes”.    Trump jamás aceptó esa recomendación.

Siguió los pasos de su padre y se dedicó a los bienes raíces, pero no se contentó con Queens, como su padre, sino que se lanzó a la conquista de Manhattan y se hizo rico antes de cumplir 40 años.

“Estaba en la cima de su propia pirámide”, dice Stanley Renshon, psicólogo especializado en política de la City University de Nueva York y quien está escribiendo un libro sobre Trump. “Nadie le iba a decir, `Donald, traquilízate”’.

A lo largo de los buenos y los malos tiempos y en más de una década de presentaciones en reality TV con “The Apprentice”, siguió haciendo negocios y los ingresos continuaron aumentando, lo mismo que las deudas y la publicidad. Siempre publicidad.

El actor de “Harry Potter” Daniel Radcliffe recuerda un encuentro que tuvo con el magnate en el 2005, en el programa “Today”, en el que comentó que le ponía nervioso hacer presentaciones en vivo en televisión. Trump le recomendó: “Diles que acabas de estar con el señor Trump”, expresó Radcliffe en una reciente entrevista en el programa “Late Night with Seth Meyers”.

“Todavía hoy no concibo semejante nivel de confianza”, cuenta el actor.    No todo es desfachatez en Trump.

Un individuo de Mississippi recuerda la llamada inesperada que recibió de Trump después de que su padre le escribiese pidiéndole un préstamo para construir un hotel en 1988. Trump no le ofreció un préstamo a este pequeño comerciante de origen indígena, pero le dio una disertación y algunos consejos.

“Trump motivó mucho a mi padre cuando le contó la historia de inmigrantes de su padre”, dice Suresh Chawla en una carta que escribió en el 2015 al diario The Clarksdale (Mississippi) Press Register.

Y la golfista profesional Natalie Gulbis cuenta que Trump le enseñó cómo pedir ingresos a la par de los de los hombres.

La gente, no obstante, está más acostumbrada a ver al hombre impulsivo que ajusta cuentas a través de Twitter e insulta a todo el mundo.

Nadie cuestiona todo como Trump, quien lo hace desde un podio. Y nadie es inmune a sus críticas. Ni el senador y héroe de la guerra de Vietnam John McCain, ni los incapacitados, ni los mexicanos, ni los musulmanes.

Ni siquiera un bloque que constituye la mayoría del electorado: las mujeres.

Aubrey Immelman, psicóloga de la Saint John’s University de Minnesota que inventó un índice para evaluar las aptitudes de los candidatos a la presidencia, coloca el nivel de narcicismo de Trump en la categoría de “explotador”, con puntajes por encima de cualquier otro aspirante a la presidencia de las dos últimas décadas.

“Su personalidad es su mejor amigo, y al mismo tiempo su peor enemigo”, afirma Immelman.    Este hombre que se ha casado tres veces, vive a lo grande y ofrece la opulencia de sus edificios como una metáfora de lo que puede hacer por el país, tiene gustos relativamente sencillos, de acuerdo con sus familiares y con él mismo.

Dice que nunca ha bebido, fumado ni usado drogas. Reconoce ser un obsesivo con los gérmenes, que prefiere no darle la mano a nadie.

Asegura que su plato preferido cuando está en su fastuoso resort Mar-a-Lago de Palm Beach, Florida, es meatloaf (pastel de carne básico).

“Cuando lo tenemos en el menú, la mitad de la gente lo pide”, dijo Trump en una semblanza que publicó la revista New Yorker en 1997. “Pero después, si les preguntas qué comieron, lo niegan”.