El disenso como virtud
En una sociedad auténticamente democrática, el disenso debe ser considerado una virtud. El acto del disenso entronca con la esencia de la democracia.
Es más, la instauración y la vigencia de un régimen democrático y su Estado de derecho se deben, en buena medida, al hecho de crear espacios, ya sea mediante luchas pacíficas o mediante luchas violentas, para poder disentir.
Demasiado consenso puede ser el preludio de la conculcación del derecho a disentir, a cuestionar, a criticar, a denunciar.
Las instituciones jurídico-políticas como congresos, cámaras, parlamentos y otros son el producto de la capacidad humana de aspirar a disentir en el contexto de los procesos históricos, políticos, económicos, culturales y sociales.
La democracia y el disenso son mutuamente necesarios. Aunque, paradójicamente, se presenten hoy día, en demasiadas ocasiones y espacios, como mutuamente excluyentes.
El binomio democracia-disenso parecería comportarse, paradigmáticamente, como lo establece Zygmunt Bauman (2011) del binomio seguridad-libertad, al sustentarlos como dependientes una de la otra, pero, al mismo tiempo, mutuamente excluyentes.
“La cohabitación de la seguridad con la libertad nunca dejará de ser tempestuosa y sumamente tensa. Su intrínseca e irresoluble ambivalencia es una fuente inagotable de energía creativa y cambio obsesivo.
He ahí lo que determina su estatus de perpetuum mobile”. En tal virtud, si no hay libertad, la seguridad se torna cautiverio; mientras que si no hay seguridad, la libertad se vuelve incertidumbre, temor, desasosiego; cuando no, turbamulta y caos.
Sin embargo, allí, en el plano de las ideas, o como prefería José Martí, en las “trincheras” de ideas es donde intelectuales y actores políticos que se autoproclaman y se hacen llamar demócratas, se muestran penosamente intolerantes al disenso.
El derecho a pensar de manera distinta y poder expresar ese pensamiento es una de las virtudes esenciales de la vida en democracia.
No obstante, imperan en nuestra sociedad, disfrazados de liberales, el tufillo, la pose, la cerrazón y la maledicencia propios del autoritarismo y el despotismo más recalcitrantes.
Peor y más insufrible aún, cuando esas aberraciones se constatan en espacios académicos y de reflexión a los que se les ha amputado, en nombre del progreso de las ideas y las ciencias, el espíritu de la crítica y la libertad de pensamiento.
Se trata, en efecto, de posturas seudo-intelectuales y seudo-liberales que, en nombre de la democracia y la libertad, aplastan férreamente a quienes, en reclamo de mayor democracia, mayor justicia y mayor libertad, llevan consigo la virtud del disenso y el reclamo de la tolerancia.
Tan distintos a Voltaire, quien afirmaba dar la vida, incluso, para que su contendiente pudiese expresar sus propias ideas, aunque fueren contrarias a los intereses de las suyas.
Eso es tolerancia y es admisión del disenso como hechos concretos de libertad, respeto y convivencia democrática. Nada más contradictorio que asumirse como liberal, decirse actor democrático y que en su propio discurso descubramos el germen monológico y autoritario, en vez de un flujo sanguíneo de diálogo, apertura, pluralidad y tolerancia.
Se autoproclaman gestores de la democracia, cuando en sus actuaciones, sus palabras y sus ambiciones personales no encontramos más que a sepultureros de ella.
Aspiran a un consenso tribal; no al concierto de la sociedad y la vida en libertad.
Aspiran al consenso, pero sin dar lugar al disenso, lo que les convierte en tiranos, en un producto defectuoso y pestilente de la democracia misma.
Donde no hay disenso no puede haber raciocinio. Donde no hay pluralidad no puede tener lugar el diálogo. Donde no hay diálogo se erradica el pensamiento y solo queda la vía de lo terrible, ortodoxo y totalitario.
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