
SANTO DOMINGO.-Con la actitud del liberado que ha pagado todas sus culpas, esa misma que suele tener el deslenguado, Ricardo Ripoll García, conversa sobre su vida sin contenerse pese a encontrarse fuera del confort acostumbrado que le representan las cámaras de Somos Pueblo Media.
Su segundo nombre es Augusto y nació en Santo Domingo el 9 de marzo de 1963. Sus raíces familiares se hunden en San Pedro de Macorís aunque sus padres se conocieron en Santo Domingo radicándose primero en Ciudad Nueva y luego en Gascue.
Indisciplina escolar
La escolaridad fue, para Ripoll, un territorio pedregoso. En el Colegio Santa Teresita, donde cursó hasta el bachillerato, la disciplina estricta chocó con su inquietud crónica.

“Yo tenía problemas de conducta. Hoy entiendo que tenía déficit de atención, hiperactividad. Para mí el colegio era una tortura”, confiesa.
En los recreos solía “volarse por la verja” hasta Guibia, esa cinta de mar que lo iniciaría en el surf.
El expediente disciplinario se llenó rápido y la administración lo expulsó. “Yo pasaba rayando. O me mandaban pa’ septiembre. No por notas, por conducta”.
Acabó graduándose como estudiante libre en 1981, tras repetir un curso, en el Liceo Manuel Rodríguez.
Calle y trabajo
La calle apareció temprano con sus tentaciones, el filo nocturno y la bruma del exceso. “Yo había empezado a consumir sustancias ilícitas, bebía romo, amanecía en la calle, mujeriando, haciendo disparate”, admite sin rodeos.

Al margen del “desorden juvenil”, Ripoll edificó una trayectoria en hotelería, oficio de familia. “Mi padre era hotelero y yo me fui por esa vía”, explica. Sembró oficios en el Hotel Embajador, la apertura de Bávaro, Juan Dolio, el Dominican Fiesta y el antiguo Concorde. Estudió hotelería en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra y rotó por cocina, banquetes y —ya orientado— por habitaciones y operaciones.
En ese circuito de pasillos, check-ins y salones de banquetes conoció a Margaret, una escocesa con la que suma 32 años juntos y “30 de casados”. Sobre ella no economiza gratitud: “Ha cogido lucha que se acabó. Nunca tendré cómo pagarle”.

Ricardo y el surf
El surf no fue un pasatiempo: fue un molde.
Su genealogía acuática arranca en 1974, cuando tenía 11 años. Primero fueron las tablas con ruedas, las piscinas vacías que se convierten en olas de concreto, y luego Güibia, donde Federico Almonte le prestó la primera tabla.
“Para mí es más que un deporte. Es una filosofía. Me cambió la vida”.
El tratamiento
La recuperación es un hito con fecha. “Llegué cansado, harto. Pedí ayuda el 29 de marzo de 2002”, afirma. Antes hubo un internamiento para desintoxicación que le dejó recuerdos en tercera persona: “Me tuvieron que poner camisa de fuerza de lo mal que yo estaba”. Hoy habla del proceso sin adornos ni pudor, como si cada palabra sirviera a otro que lo escucha desde el borde: “Eso es parte de mi vida.

No lo oculto”. De esa pedagogía del derrumbe extrae una ética: el pasado no se borra; se integra y se pone al servicio.
Lo social
“A mí no me interesa el reconocimiento. Me da hasta vergüenza cuando la gente me para en la calle”, confiesa. Hoy, con dos tablas nuevas esperando turno y una agenda tomada por su trabajo público, dice extrañar el mar. Quizás por eso, usa verbos que suenan a remar: resistir, enfocar, aportar. A su modo, resume su biografía en dos palabras breves —un mantra leído en la espuma—: “Todo pasa”.