Los fotutos retumbaron a lontananza. Avisaban la aproximación al poblado del entierro de un “muerto haitiano”. La gente comenzó a salir a tongonearse a alborotarse a la calle: -¡Fututuuu, fututuuu, fututuuu…!
El ataúd, cargado al hombro por hombres de torsos sudorosos que llevaban paños rojos y blancos amarrados a sus cinturas, avanzaba a ritmo carnavalesco. Las negras, de cuerpos fornidos y movimientos cadenciosos, acompañaban el ritual.
A diferencia de como hace en la actualidad, los cuerpos eran llevados a pies a lugares distantes a kilómetros. Esta vez lo traían desde el Batey 7 del ingenio Barahona para enterrarlo en el cementerio de Tamayo, que tenía le peculiaridad de que estaba dividido en dos partes, una para sepultar a los tamayenses y la otra a los haitianos.
Cuatro hombres se turnaban la carga del catafalco cada cierto tiempo. Hacían el cambio cuando ya sentían el peso del agotamiento. Dos palos eran cruzados, amarrados con sogas gruesas o con telas de sábanas eran pasados por debajo de la caja del muerto, uno en la parte delantera y otro detrás, mientras danzaban moviéndose de un extremo a otro de la calle a tono con los fotutos.
-¡Fututuuu, fututuuu, fututuuu…!
Parte de los acompañantes iban montados a caballos, mulas y burros.
El entierro de un nacional haitiano, casi siempre braceros del ingenio, era motivo de algarabía de muchachos y adultos que disfrutaban al máximo de los “cimbreantes movimientos de cinturas de las haitianas y haitianos que acompañaban el féretro.
Desde tiempos ancestrales estos extranjeros muestran la peculiar costumbre de enterrar sus muertos en medio de celebraciones del vudú y a ritmo del gagá, base de sus creencias y algo común en los asentamientos de braceros haitianos.
El calor agobiaba aquel día de agosto. La mañana transcurría lenta y apacible y de repente comienza a escucharse el retumbar de los mágicos y embriagantes ritmos de los fotutos que avisaban la llegada de un entierro. Entraba al pueblo por el barrio de Los Charquitos, lo que para mí era “out al cátcher”, ya que vivía en ese sector.
-Los fotutos son instrumentos musicales hechos de cañas de bambú propios de la cultura haitiana, herencia indeleble y entendible de sus ancestros africanos. (“… forman parte de los grupos musicales de las ceremonias religiosas y de la música de gagá, común en los asentamientos de braceros haitianos (Wikipedia”). Los haitianos traídos desde Haití para el corte de caña eran asentados en comunidades llamadas bateyes, verdaderos “tugurios” carentes de servicios básicos y donde éstos vivían hacinados.
-¡Viene un “muerto haitiano”, viene un muerto haitiaanooo…! vociferaba la muchachada que corría a dar alcance al féretro que se disfrutaba como si hubiera sido un espectáculo.
La práctica mágico-religiosa como estos obreros cañeros enterraban a sus difuntos, no era del agrado del párroco de Tamayo, Padre Camilo Boesmans, un fornido belga de más de seis pies que consideraba como “diabólica” la conducta de los braceros del vecino país.
El sacerdote tenía sus luces y sus sombras, nos dijo el profesor y abogado de Tamayo, José Reyes. Dotado de una cultura diferente y mucha más avanzada que la generalidad de los pobladores de esta comunidad, este líder religioso realizaba una acción pastoral que hacía que fuera alabada por unos feligreses y criticados por otros.
Un haitiano había pedido “en vida” que contraten para su entierro la banda de música de Tamayo. Dada la situación, en el entierro se alternaban los fotutos tocados por los haitianos y la banda municipal del pueblo dirigida por el profesor Arturo Méndez.
El grupo musical del maestro Méndez acompañó el cortejo a ritmo de merengue:
-“La agarradera no la bailo yo, la bailó una vieja y del tiro se murió…-
-“Váyase en paz, mi compadre váyase en paz”…-se escuchaba.
El entierro avanzó por la calle 10 de marzo, cruzó la avenida Libertad y subió por la calle Duarte para atravesar el poblado y llegar al cementerio. Pero llegando a la esquina del parque apareció el Padre Camilo, quien caminó, irrumpiendo en plena vía, con los brazos abiertos y puños cerrados, la continuación del séquito.
-“Eso es satánico”- , decía mientras atajaba a la masa de haitianos alborozada. Avanzó hacia los haitianos que cargaban el ataúd y comenzó a repartir golpes. El avance impetuoso del sacerdote desconcertó a los acompañantes del difunto que asustados lanzaron la caja del muerto y huyeron en todas direcciones.
La imagen era desoladora: el ataúd del difunto tirado en plena calle. En tanto, el Padre Camilo, desafiante, lanzaba epítetos contra la práctica vudú.
Los haitianos se limitaron a observar desde lejos el ataúd tirado en el pavimento. Los fotutos no dejaron de sonar y siguieron su mágico retumbar: ¡Fututuuu, fututuuu, fututuuu…!
En tanto, el maestro Arturito Méndez, forjador de una pléyade de músicos y cantantes como Cheo Zorrilla, Benny Sadel, Enrique Féliz, Fernando Arias y otros, detuvo de golpe la interpretación del sonado merengue: ¡Váyase en paz, mi compadre váyase en paz…
*El autor es periodista