
El río Ozama siempre ha sido mucho más que una masa de agua que cruza la ciudad. Es, quizás, el espejo más claro de nuestra relación con el entorno urbano: lo que arrojamos, lo que descuidamos y lo que dejamos que otros olviden, termina acumulándose en sus orillas.
Por eso, cuando el presidente emite un decreto que declara de alta prioridad la intervención y recuperación del Ozama y del Isabela, no podemos quedarnos indiferentes. Es una señal importante, pero sobre todo, una oportunidad que no podemos volver a desaprovechar.
Lo primero es reconocer el gesto. No todos los días un decreto presidencial coloca a un río como tema de agenda nacional. En un país donde las urgencias sociales suelen opacar los asuntos ambientales, esto no es poca cosa. El gobierno ha dado un paso político que abre una ventana de acción.
Y felicitar esa iniciativa no nos hace menos críticos, porque el problema no está en la voluntad inicial, sino en lo que ocurre después; la capacidad de ejecutar, la coordinación entre instituciones, el involucramiento de los ayuntamientos y la continuidad de los esfuerzos es el verdadero reto.
El Ozama tiene décadas cargando con promesas de saneamiento. Se han creado comisiones, gabinetes y programas que arrancan con entusiasmo, pero mueren por falta de recursos, duplicidad de funciones o simple desinterés político.
No se trata de inventar una nueva estructura, sino de aplicar lo que ya tenemos. La ley otorga a los ayuntamientos la responsabilidad de los residuos sólidos, y el Decreto 531-25 refuerza la rectoría del Ministerio de Medio Ambiente. Lo que hace falta es sentarlos en la misma mesa con metas claras, presupuesto definido y cronograma verificable.
El riesgo, como municipalista lo digo, es que se repita la historia. Un decreto se convierta en un titular más, en un anuncio que no trascienda las páginas de los periódicos ni las redes sociales.
Y mientras tanto, los barrios ribereños seguirán conviviendo con la basura, los niños con infecciones de piel, las familias con plagas y los ríos con toneladas de plásticos y desechos. El Ozama no aguanta más diagnósticos sin acción, ni más planes que no llegan a tocar la realidad de sus orillas.
La clave está en entender que este decreto no puede ejecutarse desde un escritorio. Tiene que bajar a Capotillo, a La Zurza, a Gualey, a La Barquita, a Canta la Rana.
Tiene que hablar el mismo idioma de las comunidades, incluir a sus juntas de vecinos, a las escuelas, a las iglesias, a las organizaciones sociales que conocen de primera mano lo que significa vivir al lado del río. Porque limpiar el Ozama no es sólo recoger basura; es transformar hábitos, generar conciencia, recuperar espacios públicos y devolverle dignidad a la gente que vive en sus márgenes.
Por eso, más que celebrar el decreto, lo que necesitamos es exigirle contenido: ¿qué recursos tendrá? ¿qué obras están previstas? ¿cómo se medirán los avances? ¿cuál es la responsabilidad concreta de cada institución? Sin respuestas claras, la prioridad que declara el presidente se quedará en palabras. Y la ciudad, como tantas veces, volverá a cargar con la frustración de un proyecto inconcluso.
No lo digo como quien critica desde la distancia, sino como quien ama la ciudad y sabe que otra Santo Domingo es posible. El Decreto 531-25 nos pone en el punto de partida.
Ahora corresponde a todos, gobierno, ayuntamientos, sector privado y ciudadanía, demostrar que esta vez el Ozama no será excusa de promesas, sino símbolo de un compromiso verdadero. Si dejamos pasar esta oportunidad, lo que se perderá no será solo un río, será otra parte de nuestra identidad como ciudad.