Por: Julio Disla
Antes de ser un mito, antes de convertirse en símbolo, antes de que su nombre se volviera consigna y su rostro bandera, Ernesto Che Guevara fue, sobre todo, una presencia humana que desarmaba defensas. No había que conocer su hoja de vida ni sus hazañas para sentirlo cercano: bastaba su manera de estar en el mundo.
Hay seres que entran a un cuarto y lo violentan; el Che, en cambio, entraba a un cuarto y lo nivelaba. Sin proponérselo, sin impostaciones, hacía que el otro se sintiera interlocutor legítimo.
No era un hombre de poses heroicas sino de gestos naturales. Su risa franca, su capacidad de conversar sin jerarquías, el modo en que escuchaba con atención real —no con esa cortesía vacía del político profesional— construían en su entorno una atmósfera de confianza. Lo querían no porque fuera un “gran hombre” sino porque no actuaba como uno. Porque no se reservaba el derecho de superioridad que tantos se arrogan cuando creen tener una causa justa. El Che no era de esos revolucionarios que administran solemnidad: era compañero antes que dirigente.
Su originalidad no radicaba en excentricidades sino en coherencias vitales. Leía mientras otros dormían, trabajaba donde otros daban órdenes, curaba donde otros mandaban a fusilar, discutía a fondo sin resentir la discrepancia. No se esforzaba por ser distinto: lo distinto era que no renunciaba a ser él mismo ni siquiera bajo el peso de la Historia. La modestia en él no era virtud moral, era condición natural.
Sus rasgos más hondamente humanos afloraron incluso en circunstancias extremas. Cuando el cuerpo se le destruía por el asma, seguía marchando. Cuando faltaba comida, cedía su ración. Cuando había que hacer el trabajo duro, daba el ejemplo. Cuando hablaba en privado, no se permitía a sí mismo la doble moral. Cuando escribía diario de campaña, no escribía para la gloria futura sino para comprender su propia responsabilidad en medio del torbellino.
Por eso los que lo conocieron de cerca —incluso quienes después disentirían de él— hablan primero de su carácter y solo después de su ideología. Hablan de sinceridad no declamada, de la lealtad sin cálculo, del trato sin privilegio, de la disciplina sin dogmatismo, de la ternura sin vergüenza. Lo recuerdan como alguien a quien uno empezaba queriendo como persona antes de valorarlo como cuadro político.
Esa es tal vez la clave de la permanencia del Che más allá de la biografía y del tiempo: que su ejemplo revolucionario no fue fundado en la excepcionalidad, sino en algo radicalmente humano —la decisión de no claudicar ante lo que uno considera justo, no desde la arrogancia de los iluminados, sino desde la dignidad humilde de quien actúa como piensa.
En un siglo plagado de cínicos brillantes, el Che encarnó el raro milagro de un hombre cuya radicalidad empezaba por su humanidad.
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