El relato «La muerte del padre Jesús María», que figura en el reciente libro de Avelino Stanley titulado «El fabricador de presidentes», está escrito para un público que por el tema que trata nunca tendrá una aceptación unánime. Y, justamente, en esa marca de excepción temática, que de seguro le deparará el destino, radica la inocultable razón de ser de esta historia.
En el título el autor anuncia la muerte del padre Jesús María; y al mismo tiempo lanza un reto a los lectores. Un recurso que de igual forma utilizó Gabriel García Márquez en su novela «Crónica de una muerte anunciada» y que, contrario a lo que se podía pensar, el anuncio de una muerte, en el título de la obra causó desasosiego, curiosidad e incentivó el interés del lector.
El escenario, en ese orden, constituyó un apoyo vital a la hora del autor plantearse la escritura de este singular relato. Y resulta tan vital que necesito remontarme al oficio de Juan Bosch y recordar cómo él se apoyó en el uso del escenario desde su primer libro «Camino real», publicado en 1933. En el cuento «La mujer», por ejemplo, el escenario es fundamental en el desarrollo de la trama. Tanto incide el escenario que se incrusta, forma parte de la carne narrativa del cuento, llega a tener tanto valor este recurso que sin Juan Bosch proponérselo lo hace formar parte de una segunda historia en todo el cuento, independiente, firme y sólida.
El escenario se convierte en la columna firme, en el punto de apoyo con el que empieza el cuento de Bosch; y dice: «La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera». Y el escenario, como un péndulo que describe un trayecto, termina la historia: «Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero».
En este relato «La muerte del padre Jesús María», de Avelino Stanley, lo que cuenta y vale desde la primera línea es la idea de un escenario, la preparación, línea por línea de ese escenario y finalmente, el trasmallo de palabras que usa el autor en su tejido narrativo para que el lector visualice de qué se trata ese escenario.
No se trata de hacer geografía narrativa. El escenario constituye esa área de la superficie terrestre escogida intencionalmente para que se convierta en el espacio de interacción de los diferentes personajes presentes en la historia y que tiene el valor de producir una referencia visual para el lector.
Todo escenario está compuesto por elementos que se articulan entre sí y que aparecen en la historia, un cuento, un relato, porque inciden en la acción humana o el comportamiento psicológico de los personajes.
De ahí que el escenario sea concebido como un espacio organizado a conveniencia del escritor, constituye el marco estético de la actividad humana, forma parte de los nexos reales que necesita el escritor para anclar los personajes en la historia.
¿Qué tipo de escenario utiliza Avelino Stanley? Aquí está. En la página 23 del libro; y dice:
«La ciudad nos recibió cargada de esa tensión a Ángel y a mí; llegamos acompañados de nuestras esposas. Un neumático del vehículo en que veníamos se reventó justo cuando entrabamos al poblado. Mientras lo sustituíamos nos fuimos percatando del ambiente. Los automóviles no cesaban de entrar. La mayoría se veía como gente foránea cuyo propósito central era fingir. Venían con la única intención de simular una multitud inexistente para aparentar que el candidato tenía muchos simpatizantes. Traían de forma visible las banderas del partido que se agitaban según la velocidad del vehículo que las llevaba. Casi todos esos automóviles portaban afiches donde se veía la foto de aquel hombre de sonrisa forzada con más empecinamiento que capacidad y simpatía parta ser presidente».
En fin, se trata, sencillamente, de una caravana política, un tráfico de vehículos con propaganda, bocinas y corifeos que promueven una candidatura presidencial; y la barahúnda que se monta en el recorrido, los integrantes de la caravana que agitan sus banderas con alboroto por las calles de un pueblo. En algunos puntos recibe el rechazo y la mofa de grupos de desafectos que gritan contra la caravana y la militancia que arrastra. Entre ellos, una jauría silenciosa, hombres de la seguridad del candidato, armados hasta los dientes. Dispuestos a todo.
Una vez montado el escenario el autor pasa a la historia que cuenta y que tiene como objetivo que sucedan dos muertes, dos homicidios. Dos muertes lamentables, dolorosas, de profunda conmoción, vistas de manera abierta, pero una de ellas, debido a la narrativa del personaje central, se convierte en una muerte justiciera, merecida; y hasta secreta e íntimamente celebrada por un personaje que, durante el desarrollo, se revela dañado psíquica y emocionalmente en su niñez.
Las dos muertes están entrelazadas e indisolublemente vinculadas. Tiene que ocurrir la primera para que en el relato se pueda creer y aceptar de manera natural y sin remilgos, la segunda.
En ese tirijala hay un intento de oprobio físico, que no llega a consumarse, pero el daño emocional queda, lacera, permanece durante años como una marca indeleble, como un secreto de vergüenza, un secreto inconfeso y amargo, atrapado en la cabeza de un niño que se revela adulto en toda la historia y que no olvida.
La frase «violador de menores», gritada con fuerza y sin temor, más bien escupida a la cara del cobarde, se convierte en la línea de Pizarro; y todo cesa. El niño recurre a una actitud defensiva, de rechazo violento y agresivo. Así logra salvar su dignidad.
En todo el relato hay varios personajes involucrados: un profesor, dos sacerdotes, una madre enferma, con tres años en cama, el niño de la condición de abuso, un presidente de 12 años en el gobierno, tres esposas, un Artesano, una profesora, un conserje, varios estudiantes, un vendedor de frutas, un anciano con una frase de parlamento: «La desgracia está acechando con una mirada grimosa»; pero solo dos personajes: Ángel y el padre Jesús María tienen nombre. ¿Por qué? Así lo quiso el autor, sencillamente.
El lector tiene que imaginarse que el niño es huérfano. No tiene padre; o hubo un hombre que dejó en el más espantoso abandono a la mujer y su hijo. Eso no se dice por ninguna parte en el relato. Y tenemos que asumirlo como un dato irrelevante.
En cambio, sí resulta relevante el trabajo de seguimiento que hace el autor con el niño que desde su condición de adulto va contando la historia. Insisto. Se trata de un niño que crece y se hace adulto; y ya adulto se encuentra, por accidente, con la persona que lo dañó y le pregunta:
–¿Usted no me recuerda, padre?
La pregunta viene a cuento por el tiempo transcurrido. Por la necesidad de refrescarle la memoria al religioso, que ya es un anciano con Parkinson. Y, naturalmente, esquivo, el sacerdote lo niega.
Ajustar las coincidencias también es un recurso del método narrativo para que «La muerte del padre Jesús María» llegue a buen puerto.
Hay dos disparos de arma de fuego que salen desde la caravana política; y que, justamente, tienen dos destinatarios específicos. Son parte de una balacera para amedrentar a los provocadores, contrarios al candidato presidencial que encabeza la caravana. Esos dos disparos se convierten en el detonante que traza el final y desenlace sorpresivo del relato. Una primera bala tiene un valor homicida, cruel, injusto y doloroso; y el segundo tiro mortal, se convierte en justiciero. Sí, justiciero porque saca de este mundo a una escoria humana, a un gusano que durante muchos años, bajo el amparo de una Biblia, un rosario y una sotana, abusó de niños indefensos a los que acogía como alumnos amparados por una beca en un colegio que funcionaba bajo su responsabilidad.
Y, finalmente, hay que imaginarse cómo nace un nido de reconstructiva paz en un adulto con un corazón de niño mancillado y que luego de ese castigo divino podrá olvidar, definitivamente. Olvidar, olvidar el desagradable oprobio que cargó y calló dolorosamente durante tantos años.