Auschwitz (Polonia).– El papa Francisco, completamente solo, atravesó con su ya habitual andar cansado el cartel en hierro forjado con la frase “Arbeit macht frei” (El trabajo os hace libres) en la entrada en Auschwitz y comenzó así su recorrido silencioso.
Nunca el silencio fue más elocuente. Con su decisión, al contrario de sus predecesores, de no pronunciar ningún discurso y sus largos momentos de recogimiento, se respiró el drama de aquella locura nazi que llevó a exterminar a 1,1 millones de personas en los campos de Auschwitz y Birkenau y a 6 millones de judíos durante la II Guerra Mundial.
Sin decir una palabra, para que hablaran las imágenes, Francisco recorrió en un coche eléctrico las calles entre barracones de ladrillos del campo, donde sólo un pequeño grupo de medios de comunicación y una delegación vaticana pudo seguir la visita a Auschwitz.
Su primera parada fue frente al patio donde se llamaba a los condenados a muerte y donde el sacerdote polaco Maximiliano Kolbe ofreció su vida a cambio de la de un padre de familia que iba a ser asesinado.
Francisco se sentó en un banco y permaneció con los ojos cerrados y en profundo recogimiento durante algunos minutos y, acto seguido, besó y acarició uno de los postes de madera que servían para las ejecuciones.
Después el papa, visiblemente serio y concentrado, se trasladó al bloque 11, donde se encontraban las celdas subterráneas en las que se encerraban a los condenados a muerte y donde saludó a once supervivientes. Dos besos a cada uno y sólo el intercambio de algunas palabras.
Entre ellos, sentados en unas sillas, se encontraba Helena Dunicz Niwiska, de 101 años, que vivía junto con sus padres en Lviv hasta que fue detenida con su madre, María, en 1943 y deportada a Auschwitz en octubre de ese mismo año.
Helena era violinista, por lo que fue obligada a formar parte de una orquesta que tocaba para los nazis en el cercano campo de Birkenau.
Su madre solo sobrevivió dos meses en este lugar. Tras los saludos, Francisco encendió una lámpara de aceite frente al muro en el que eran ejecutadas muchas de las personas que llegaban al campo durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Posteriormente accedió al edificio de ladrillo del bloque 11 de Auschwitz, que alberga la celda subterránea en la que Kolbe murió de inanición.
Francisco permaneció en este lugar solo, rezando durante aproximadamente diez minutos, en medio de una leve penumbra, sentado en una silla, cabizbajo y con la puerta enrejada abierta a sus espaldas.
Después se trasladó hasta el campo de Birkenau, el “Auschwitz 2”, construido a unos tres kilómetros de distancia para que Adolf Hitler llevase acabo la llamada “solución final” con la que pretendía exterminar a todos los judíos.
Llegó en el coche eléctrico que viajaba paralelo a las vías del tren con el que los deportados eran trasladados a este campo.
En la explanada de Birkenau, un millar de personas pudo asistir al momento en el que Francisco pasó delante de las lápidas de mármol con las inscripciones en los 23 idiomas de los prisioneros mientras un rabino entonaba el salmo 130, el De Profundis.
Saludó entonces a los representantes o familiares de 25 “Justos de las Naciones”, el título concedido por el Yad Vashem, el museo de la Memoria del Holocausto de Jerusalén, a quienes arriesgaron la vida por salvar la vida de algún judío.
En representación de la familia Ulma estaba el sacerdote Stalisnaw Ruszala, de Markowa, la ciudad donde fueron asesinados el matrimonio formado por Józef y Wiktoria -embarazada- junto a sus seis hijos, por haber escondido a otra familia de judíos.
El 24 de marzo de 1944, una patrulla nazi descubrió el escondite y asesinaron a la familia judía y a la familia Ulma junto a los niños. Las únicas palabras de lo que Francisco sintió en estas dos horas las dejó escritas en el libro de Honor de Auschwitz.
Dos líneas, escritas en español, con abajo la firma “Francisco” y la fecha de hoy- “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad».