En un tiempo en el que los principales motivos del dominicano pasaban por la política, sus líderes y sus querellas, un hombre humilde nativo de San José de Ocoa impuso su leyenda desde el mundo del espectáculo, en el cual es más fácil llamar la atención si se es un buen cantante o un gran bailador, pero no era una cosa ni la otra.
Jack Veneno convencía a sus seguidores de que era el mejor, no sólo en el país, sino en “la Bolita del Mundo”, que no era, ni es, poca cosa.
Su fuerte arraigo en la base de la sociedad dominicana lo hacían amo y señor los fines de semana, en los que podía ser visto por los más a través de la televisión abierta, y por los menos en el parque Eugenio María de Hostos.
De vez en cuando los pueblos generan estas leyendas, algunos de ellos hechos de imaginación, como Enrique Blanco, el imbatible y solitario combatiente.
La leyenda de Jack Veneno es de su propia factura. Él se encargó en los años 70 y 80 del siglo pasado de convencer a sus seguidores de que era el mejor, y lo consiguió. La suya fue una épica saludable, porque era el bueno y en esa condición se constituía en el azote de los malos, encarnados por los rudos y tramposos.
Su heroísmo de espectáculo tenía —acaso la tiene todavía— una ética saludable que ojalá sea preservada junto con su leyenda, constituida al estilo de los dramas cósmicos en los que se baten el bien y el mal.
Descanse en paz, campeón, junto a los buenos.