El periodista afgano Bilal Sarwary vio la caída de los talibanes en 2001 y la transformación de su país. Pero, como explica en esta nota, opina que Estados Unidos perdió la oportunidad de tratar de lograr una paz duradera.
En las últimas dos semanas el camino de su tierra natal dio un giro aterrador, uno que puso en peligro su propia vida.
En 2001, era vendedor de alfombras en el hotel Pearl Continental en Peshawar, Pakistán, y estaba teniendo otro día de trabajo sin complicaciones.
Nunca olvidaré el momento en que levanté la vista para mirar la televisión, durante un breve descanso entre ventas, solo para presenciar de primera mano las imágenes dramáticas cuando un avión de pasajeros se precipitó hacia el World Trade Center en Nueva York.
Luego, el segundo avión y otro en el Pentágono.
Ninguna de nuestras vidas volvería a ser la misma.
La atención internacional se centró de inmediato en Afganistán, donde los talibanes gobernantes fueron acusados de proporcionar un santuario para los principales sospechosos del ataque: Osama bin Laden y su movimiento al Qaeda.
Y al día siguiente, de repente, se agolparon cientos de equipos de medios extranjeros en el vestíbulo del hotel, desesperados por alguien que pudiera hablar inglés para ayudarlos como traductores mientras cruzaban la cercana frontera hacia Afganistán.
Acepté esa oferta y no he parado desde entonces.
No había vivido en Afganistán desde que era un niño; nuestra familia había huido de la violencia durante la guerra civil, en la década de 1990, cuando las tropas soviéticas se retiraron.
Así que cuando volví a entrar en Kabul por primera vez después de todos esos años me sorprendió descubrir la destrucción, con edificios reducidos a escombros y metal retorcido.
Todos los signos de actividad y bullicio se habían desvanecido. La gente era tan pobre y había tanto miedo.
Inicialmente trabajé con Abu Dhabi TV y tenía la sede en el hotel Intercontinental, con otros cinco periodistas.
Me despertaba todas las mañanas envuelto en una nube de miedo, ya que Kabul se convirtió en el foco principal de los ataques aéreos estadounidenses.
Operativos conocidos de al Qaeda y los talibanes iban y venían de nuestro hotel, y los vimos deambular por las calles cercanas.
Las explosiones resonaban durante la noche. Me pregunté si nuestro hotel sería el próximo. Y luego, una mañana de principios de diciembre, los talibanes se fueron.
En cuestión de horas, la gente volvió a hacer fila frente a las barberías para que les cortaran la barba.
La música rítmica afgana llegó a las calles, llenando el vacío dejado por las explosiones. Afganistán nació de nuevo esa mañana.
A partir de ese momento, estuve íntimamente involucrado en observar la vida de los afganos comunes y corrientes de primera mano, mientras regresaban a la normalidad, ya no como traductor sino como periodista por derecho propio.
Desde cubrir Tora Bora en el este, hasta la batalla de Shai Koat en Paktia, había visto caer a los talibanes.
Sus combatientes desaparecieron en las zonas rurales montañosas y sus líderes huyeron a Pakistán.
En retrospectiva, para mí está claro que esta fue una oportunidad perdida, un momento en el que EE.UU. debería haberse sentado con los talibanes para discutir un acuerdo de paz.
Vi una voluntad genuina entre las bases de los talibanes de deponer las armas y reanudar sus vidas.
Pero los estadounidenses no querían eso. Por mis informes, a mí y a muchos otros afganos nos pareció que su motivación era la venganza después del 11 de septiembre.
Los años siguientes fueron un catálogo de errores.
Aldeanos afganos pobres e inocentes fueron bombardeados y detenidos. La voluntad del gobierno afgano de permitir que los extranjeros impulsaran el esfuerzo bélico creó un abismo entre las autoridades y el pueblo.
Recuerdo claramente un incidente en el que los estadounidenses habían arrestado y detenido por error a un taxista llamado Sayed Abasin en la carretera entre Kabul y Gardez.
Su padre, Roshan, era un anciano y antiguo empleado de Ariana Airlines. Después de que expusimos el error, finalmente Abasin fue liberado. Pero otros no tenían tan buenos contactos y no tuvieron tanta suerte.
Los estadounidenses persistieron con un enfoque de mano dura, lo que provocó un exceso de pérdida de vidas entre los afganos comunes.
En un claro intento de minimizar las bajas estadounidenses, priorizaron las bombas y los drones frente al uso de tropas terrestres.
La confianza en los estadounidenses siguió erosionándose y las esperanzas de conversaciones de paz se desvanecieron.
Hubo breves vislumbres de lo que Afganistán podría llegar a ser. Yo podía conducir por una carretera durante miles de kilómetros sin miedo a morir.
Atravesé el país, conduciendo desde Kabul hasta pueblos remotos en las provincias de Khost y Paktika a altas horas de la noche o temprano en la mañana.
Se podía atravesar la extraordinaria campiña de Afganistán.
El año 2003 fue el punto de inflexión. Fue cuando los insurgentes empezaron a contraatacar con fuerzas renovadas.
Recuerdo un día muy claramente: fue el día en que un enorme camión bomba perforó el corazón de Kabul, sacudiendo la ciudad y rompiendo ventanas.
Fui uno de los primeros periodistas en la escena y todavía estoy traumatizado por lo que vi.
Fue mi primera experiencia presenciando lo que se convertiría en la nueva normalidad, un hecho de la vida impuesto: matanzas, partes de cuerpos y cadáveres esparcidos por el suelo salpicado de sangre.
Y se puso peor. Más tarde llegaríamos a comprender que los camiones bomba y los atentados suicidas contra fuerzas afganas, fuerzas extranjeras y civiles desarmados en medio de la ciudad marcarían el inicio de un capítulo muy brutal del conflicto.
En respuesta, los estadounidenses aumentaron su dependencia de los ataques aéreos, esta vez ampliando su lista de objetivos talibanes: bodas y funerales en zonas rurales del país.
Los afganos comunes llegaron a ver el cielo como una fuente de miedo. Atrás quedaron los días de contemplar el amanecer, el atardecer o las estrellas como fuente de inspiración.
En un viaje al exuberante y verde valle del río Arghandab, cerca de la ciudad de Kandahar, llegué ansioso por ver las granadas más famosas del país. Pero cuando llegué, era la sangre de sus residentes, no el jugo de la fruta, lo que fluía.
Lo que vi fue un microcosmos de lo que sucedió en tantas áreas rurales de Afganistán.
Los talibanes habían metido a sus combatientes en el valle, pero las fuerzas gubernamentales estaban haciendo todo lo posible para hacerlos retroceder.
El control de la zona oscilaba de un lado a otro entre los dos bandos, con los afganos corrientes atrapados en el medio.
Ese día conté 33 ataques aéreos. Perdí la cuenta del número de atentados suicidas con coches bomba lanzados en respuesta por los talibanes. Las casas, los puentes y los huertos quedaron destruidos.
Muchos de los ataques aéreos estadounidenses se basaron en información de inteligencia falsa, proporcionada por alguien que quería resolver una amarga rivalidad personal o una disputa de tierras.
La creciente falta de confianza entre las fuerzas terrestres y los afganos comunes significaba que las fuerzas estadounidenses no podían distinguir la verdad de las mentiras.
Los talibanes utilizaron estos ataques para tornar a los afganos contra su propio gobierno, lo que resultó ser un terreno fértil para sus campañas de reclutamiento.
También fue durante este período (entre 2001 y 2010) que la generación del 11 de septiembre —jóvenes afganos a quienes se les había otorgado la oportunidad de estudiar en el extranjero, en India, Malasia, EE.UU. y Europa— regresó para unirse al esfuerzo de reconstrucción de su país.
Esta nueva generación tenía esperanzas de ser parte de un gran rejuvenecimiento nacional.
En cambio, se vieron enfrentados a nuevos desafíos. Regresaron para ver a nuevos señores de la guerra empoderados por los estadounidenses. Y vieron que la corrupción abundaba.
Cuando la realidad de un país se aleja demasiado de sus ideales, el pragmatismo cotidiano se convierte en el motor principal de una persona. Comenzó a prevalecer una cultura de impunidad.
El paisaje de nuestro país es engañoso. Es fácil sorprenderse con sus hermosos valles, picos afilados, ríos sinuosos y pequeñas aldeas. Pero lo que se presenta como una imagen pacífica no ha proporcionado paz a los afganos comunes y corrientes.
No se puede encontrar la paz sin seguridad en tu propio hogar.
Hace unos cuatro años, estuve en una pequeña aldea en la provincia de Wardak para una boda.
Al caer la noche, la gente se había reunido y estaba comiendo bajo las estrellas.
El cielo estaba claro. Pero de repente, la noche estalló con el sonido de aviones y drones.
Claramente, se estaba llevando a cabo una operación cerca. Una sensación de fatalidad cayó sobre la fiesta de bodas.
Más tarde esa noche, me encontré compartiendo kabuli pulao (también denominado kabuli palaw o qabuli pulao, es el plato nacional afgano, arroz con pasas, zanahorias y cordero), pan y carne con el padre de un combatiente talibán que describió con atroz detalle cómo habían matado a su hijo en la provincia de Helmand.
Su hijo tenía solo 25 años y dejó una viuda y dos niños pequeños.
Me quedé sin palabras cuando el padre me explicó con melancólico orgullo que, aunque solo era un humilde granjero, su hijo era un talentoso luchador que había creído en luchar por una vida diferente.
Todo lo que podía ver en el rostro de este anciano era dolor y tristeza.
Bajo el control de los talibanes, la música no estaba permitida, ni siquiera en las bodas. En cambio, todas las reuniones de los aldeanos estaban llenas de estas tristes historias.
La gente a menudo pasa por alto el costo humano para los talibanes: también en el otro lado hay viudas, padres que han perdido a sus hijos y jóvenes lisiados por la guerra.
Cuando le pregunté a este padre qué quería, sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo: «Quiero poner fin a la lucha. Ya es suficiente. Conozco el dolor de perder a un hijo. Sé que Afganistán debe tener un proceso de paz, debe haber un alto el fuego».
Mi oficina de Kabul estaba a solo unos kilómetros de un gran hospital militar.
Amigos, familiares y conocidos de mi provincia natal, Kunar, me pedían a menudo que los acompañara al hospital para identificar los cadáveres de familiares que eran miembros de las Fuerzas de Seguridad Nacional afganas.
A veces sentía que el peso de estos ataúdes aplastaba el espíritu de mi provincia.
Cuando los estadounidenses comenzaron recientemente las negociaciones con los talibanes en Doha, inicialmente estábamos abrumados por la esperanza.
El país suspiraba por un alto el fuego completo y permanente y las negociaciones se consideraban el único camino a seguir.
Yo, como tantos millones de afganos, no había visto la paz en mi país en mi vida.
No pasó mucho tiempo para que nuestros sueños se hicieran añicos.
Quedó claro que las conversaciones solo trataban de capitalizar las victorias en el campo de batalla, no de intentar ponerse de acuerdo sobre una visión de paz.
Desde la perspectiva de un afgano común, no tenían sentido.
Los estadounidenses liberaron a 6.000 combatientes y comandantes talibanes de la cárcel, lo que fue vendido como una vía para lograr un proceso de paz creíble y significativo, y un alto el fuego permanente.
Pero eso nunca sucedió.
En cambio, el proceso de paz quedó empañado por una desgarradora campaña de asesinatos de alto perfil.
Algunas de las personas más capaces de nuestro país, de los medios de comunicación, el sector legal y el poder judicial, fueron asesinadas en sus puertas en Kabul y en todo el país.
Mientras se llevaban a cabo las conversaciones entre los estadounidenses y los talibanes, recuerdo que un jefe de la policía local se puso de pie en medio de una reunión del consejo de guerra y de repente acusó a los estadounidenses de abandonar a las fuerzas afganas al hablar con el enemigo.
«Nos han apuñalado por la espalda», dijo enojado.
Como muchos afganos, su relación con EE.UU. está llena de dolor.
Uno de mis antiguos compañeros de clase es miembro de los talibanes y tenemos la misma edad. Durante los últimos 20 años, hemos seguido hablando, a pesar de que él se adhiere a una ideología diferente a la mía.
Pero recientemente, lo vi en una boda y me pude fijar en cómo su actitud se había endurecido y agriado. Vi y sentí cómo este conflicto realmente ha dividido a los afganos.
Cuando nos cruzamos apenas pudimos conversar. No era el tipo al que recordaba de nuestros días en Peshawar, jugando al cricket y llenándonos la cara de jugosas naranjas.
¿Cómo iba a saber que todos estos años después lo encontraría del otro lado?
Su historia también es una de una profunda pérdida personal. Su hermano, padre y tío murieron en una redada que se basó en información de inteligencia falsa y pequeñas rivalidades locales.
Separados como estamos, no puedo evitar tener la esperanza de un futuro de reconciliación nacional.
Pero esa parece una posibilidad lejana ahora.
Cubrí las capitales regionales que cayeron en manos de los talibanes en las últimas semanas, con rendiciones masivas en las que nadie se resistió. Pero no pensé que pudieran llegar a Kabul y apoderarse de la ciudad.
La noche antes de que sucediera, los funcionarios con los que hablé todavía pensaban que podrían aguantar con la ayuda de los ataques aéreos estadounidenses.
Y se habló de una transición pacífica del poder a un gobierno inclusivo. Pero entonces (el expresidente) Ghani abandonó el país en helicóptero y de repente los talibanes estaban en la ciudad.
El miedo flotaba en el aire, la gente estaba muy asustada de verlos regresar.
Luego me dijeron que mi vida estaba en peligro.
Tomé dos mudas de ropa y me llevaron a un lugar no identificado con mi esposa, mi bebé y mis padres.
Esta es una ciudad que conozco íntimamente, centímetro a centímetro. Pertenezco a ella y es increíble pensar que ningún lugar era seguro para mí.
Pensé en mi hija Sola —su nombre significa «paz»— y fue simplemente devastador concluir que el futuro que habíamos esperado para ella ahora estaba hecho trizas.
Cuando salía hacia el aeropuerto me di cuenta de que por segunda vez en mi vida estaba dejando atrás Afganistán.
Cuando llegué allí, los recuerdos de años de trabajo volvieron a abrumarme: viajes que había hecho con funcionarios o como periodista rumbo al frente de la guerra.
Luego vi a toda esta gente, todas estas familias haciendo fila para huir.
Una generación de afganos enterrando sus sueños y aspiraciones. Pero esta vez no estaba allí para cubrir la historia. Estaba allí para unirme a ellos.