La reciente llegada al país del secretario de Defensa de los Estados Unidos, Pete Hegseth, y el posterior aterrizaje de un avión militar norteamericano, generan inquietudes legítimas sobre el rumbo que ha tomado la política exterior dominicana. Estos hechos, lejos de ser simples visitas protocolares, abren un debate profundo sobre la coherencia del Estado respecto al ideario de Juan Pablo Duarte, fundador de la República y defensor irrestricto de la soberanía nacional.
Duarte concibió una nación libre, justa e independiente de toda potencia extranjera. Su pensamiento, base del proyecto republicano dominicano, ha sido invocado hasta el cansancio, pero pocas veces respetado en la práctica. Hoy, sin embargo, pareciera que quienes gobiernan el país han optado por burlarse de ese legado, colocando en entredicho la independencia que tanto sacrificio costó conquistar.
¿Por qué afirmar que Duarte ha muerto?
Porque parte de la ciudadanía dominicana ha reducido el patriotismo a una postura selectiva, dirigida casi exclusivamente contra los nacionales haitianos que huyen de la violencia que consume a su país. Esa visión parcializada ha creado una falsa narrativa en la que la defensa de la patria se limita a la frontera occidental, ignorando amenazas más profundas y complejas.
La misma energía que se emplea para demonizar al migrante vulnerable no se observa frente a la presencia militar estadounidense en territorio dominicano ni respecto a posibles estrategias que podrían convertir al país en plataforma para una agresión contra Venezuela, nación con la que la República Dominicana ha mantenido relaciones históricas de solidaridad y cooperación.
Permitir que los Estados Unidos utilicen nuestro territorio como pivote para fines militares es una afrenta directa a la soberanía nacional. Es también una muestra del servilismo que caracteriza a ciertos sectores gubernamentales, dispuestos a sacrificar la dignidad del país para congraciarse con intereses ajenos.
Juan Pablo Duarte lo expresó con claridad meridiana: “Nuestra Patria ha de ser libre e independiente de toda potencia extranjera, o se hunde la isla.” No se trata de una frase retórica, sino de un principio rector del ser dominicano. Sin embargo, algunos se muestran intransigentes frente a los pobres de Haití, pero complacientes ante el poderío del “yanki” invasor.
Esa contradicción no solo revela un patriotismo incompleto, sino también una peligrosa indiferencia frente a la historia. Las dos intervenciones militares estadounidenses en territorio dominicano, episodios que dejaron muertos, humillación y heridas todavía abiertas, deberían ser suficientes para impedir que el país vuelva a asumir el papel de peón geopolítico.
Se hace urgente reivindicar el pensamiento de Duarte y la valentía de quienes continuaron su causa: la espada de Gregorio Luperón, la firmeza democrática de Manolo Tavárez Justo, la entrega suprema del coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó y la gallardía revolucionaria de Amaury Germán Aristy y Los Palmeros. Todos ellos encarnan un mismo mandato histórico: la soberanía no se negocia.
Por eso, ante las amenazas imperialistas y los intentos de manipular a la República Dominicana como instrumento de agresión contra naciones hermanas, la respuesta debe ser firme e inequivoca.
La defensa de la patria no puede ser selectiva. No puede limitarse a señalar al débil mientras se guarda silencio ante el poderoso. Si queremos honrar verdaderamente a Duarte, debemos asumir el compromiso de defender la independencia en todas sus dimensiones, sin ambigüedades ni complacencias.
Frente a cualquier intento de injerencia extranjera en América Latina y el Caribe, la posición de un pueblo digno solo puede ser una: “Gringo invasor, saca tus manos de Latinoamérica, del Caribe y de Quisqueya.”
El autor es politólogo, egresado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), Recinto San Francisco. Analista internacional y ensayista de temas locales, nacionales e internacionales.