El mercado laboral del país vive en una permanente encrucijada.
Por un lado los niños en edad de estudiar dejan la escuela para dedicarse a trabajar y ayudar a sus padres, con algún ingreso; y por el otro, los jóvenes profesionales, en edad de trabajar, no logran insertarse en un primer empleo.
No es nuevo ni del presente siglo el cuadro de niños estudiantes que por falta de un buen sustento de sus padres abandonan la escuela para trabajar. No se trata, en la inmensa mayoría de los casos, de un trabajo formal.
Son víctimas de una explotación que muchas veces atenta contra su integridad física, exponiéndolos a riesgos de todo tipo, cuando no caen en una abierta mendicidad en calles y avenidas.
En la otra cara de la moneda están los jóvenes con una profesión técnica o universitaria, que aún con una buena formación, con excelentes calificaciones de egreso, no logran insertarse en el mercado laboral.
Muchos, frustrados por la falta de oportunidades, se enrolan en el mercado informal, como se llama a los miles de dominicanos que viven de vender baratijas y mercancías al pregón en las calles.
El comportamiento lógico del desarrollo dominicano exige que los niños vayan a las escuelas, que estudien y cuenten con la protección de las autoridades, para que puedan seguir estudios superiores. La demanda de la vida diaria hace de la regla otra cosa.
El Estado dominicano, a través del Gobierno y con el apoyo del empresariado, está compelido a buscar una solución en doble dirección y al mismo tiempo a esta realidad tan crítica y preocupante, con niños que abandonan las escuelas y jóvenes profesionales que egresan sin la seguridad de un empleo seguro.
De mantenerse este cuadro, una mancha gris se cierne sobre el presente y el futuro inmediato de nuestro desarrollo.