Con el triste fallecimiento de la exprimera dama doña Rosa Gómez de Mejía, una parte importante de los dominicanos siente que perdió un ser cercano.
Quienes tuvieron trato directo con ella pueden dar testimonio de que era una mujer cariñosa, humilde, solidaria, piadosa, firme en su fe y con un gran apego a la familia.
Pero quienes no tuvieron la dicha de ese trato directo, sintieron a la distancia esas cualidades que dimensionó en el servicio como primera dama mientras su esposo Hipólito Mejía fue presidente de la República.
Su fallecimiento, por tanto, ha provocado una gran tristeza.
La muerte la encontró mientras participaba de un acto en una obra que fue posible gracias a su compromiso con el desarrollo de la niñez y la familia: el Museo Infantil Trampolín.
Antes de saltar a la vida pública con la Presidencia de su esposo, fue partícipe de grandes obras sociales desconocidas para muchos porque las ejecutaba bajo el predicamento cristiano de que “no se entere tu mano izquierda de lo que hace la derecha”.
Se puede decir que la obra cumbre de su vida fue su familia.
Sabemos de la tristeza que embarga a su amado esposo Hipólito; a sus adorados hijos Ramón Hipólito, Felipe, Carolina y Lissa, y a sus queridos nietos.
No encontramos la palabra adecuada para consolarlos, solo podemos expresarles nuestras condolencias y reiterarles lo que ellos ya saben: Doña Rosa fue una mujer que vino al mundo a hacer el bien y ayudar a muchos a ser felices.