La complejidad y vertiginosidad de la vida contemporánea nos hace protagonistas y testigos de una sensación de pérdida de todo aquello que valía, de las actitudes, conductas y hasta de los objetos cotidianos que fueron útiles, modelos o referencias.
Hemos pasado de la certidumbre a la incertidumbre. En el tránsito del átomo del siglo XX al bit del siglo XXI hemos derivado en ser los habitantes del “planeta de la ausencia”, como sugiere Vicente Verdú.
El proceso de licuefacción o disolución de los referentes sólidos de la sociedad, la cultura y la espiritualidad de los individuos está íntimamente ligado al manejo del tiempo, en base a la presión que el consumismo ejerce en la era moderna líquida, a través de la obsolescencia y la volatilidad.
En la sociedad de consumidores a la que hemos arribado, más allá de la sociedad de productores que nos legó la era moderna sólida, el delirio consumista marca la hora, incluso, en lo que atiene a los sentimientos humanos presumiblemente más puros, como es el caso de los vínculos afectivos y las relaciones amorosas.
Prevalece hoy un estilo consumista hasta para las relaciones amorosas, porque, con ese estilo sentimos comodidad y seguridad, en procura de lo más importante en la configuración del deseo en el sujeto posmoderno: la satisfacción personal efímera, carente de alianza sostenible y de compromiso duradero.
El estilo consumista, como lo llama Z. Bauman, pide que la satisfacción sea instantánea, y que el valor exclusivo, el único uso de los objetos sea su capacidad para dar satisfacción.
Una vez cesa la satisfacción, a resultas del desgaste natural de los objetos, debido a lo conocidos y aburridos que nos resultan, o debido a que hay otros sustitutos en oferta, que no hemos probado y, consecuentemente, más estimulantes, no hay motivo para atestar la casa de cachivaches inútiles y vacíos de valor afectivo.
Debe asumirse que, por mor del consumismo y la identidad disoluble, reflejada en múltiples identidades líquidas y efímeras de los individuos contemporáneos, cuando se habla de objetos, estos equivalen a sujetos, pues, se trata de sentimientos afectivos entre personas.
El ideal de relaciones interpersonales duraderas se ha diluido; tanto, como la idea de poseer una identidad, lo cual es insostenible en una sociedad consumista cuyo gran espectáculo se lleva a cabo en un salón virtual y global colmado de espejos. El establecimiento de largo plazo en los vínculos personales, en los vínculos humanos y en la actitud individual ante la sociedad y la cultura representa hoy un contrasentido o un sinsentido.
Llega a representar, incluso, un cierto peligro y pesar sobre nuestro estilo de vida, como si fuese un lastre. Se trata de una forma radicalmente problemática, inestable y ansiosa de estar en el mundo.
Esta precariedad de la existencia, este déficit del ser en la sociedad moderna líquida, que hace difusa y esquiva la identidad o identidades de los sujetos y volatiliza la relación interpersonal hasta vaciarla de compromiso y duración, es lo que produce el déficit de confianza y el superávit de miedo y peligro en que nos desenvolvemos, en detrimento de la libertad y de los sentimientos auténticos.
El individuo posmoderno ha sido formado como un consumidor. Nuestro entrenamiento intensivo apunta a convertirnos en consumidores delirantes y ansiosos, con afectividad precaria. Si actitudes y valoraciones propias del pasado como la lealtad a las costumbres, la adquisición y retención de hábitos, la estabilidad en los vínculos humanos y la gratificación social fueron auténticas ventajas, hoy día son vistas como vicios, como defectos tórpicos y cerriles de los individuos consumidores posmodernos.