Dinorah Cordero

El pasado viernes murió mi tía Dinorah. No fue inesperado, puesto que hace semanas arrastraba complicaciones de salud que a sus ochenta y siete años hacían previsible el desenlace.
De tal forma que no hubo espacio para la sorpresa, pero al mismo tiempo era inimaginable.
Porque Dinorah pertenece a esa estirpe que nos convence de que trasciende el límite de lo humano. Nadie concibió un día en el que no estuviera. Aún hoy resulta difícil.
Y es que Dinorah se creció en vida por una vocación de servicio inquebrantable. Siempre pensaba en los demás antes que en sí misma.
Donde quiera que estuviese fue un pilar. Los dominicanos en Nueva York pueden dar testimonio de sus décadas de servicio a la comunidad y de que se hizo sentir siempre por el tesón con el que se dedicó a que la vida de los demás fuera mejor. Un poco, o mucho, eso no importaba. El esfuerzo por lograrlo era su norte.
Dinorah era de esas viajeras que cuando visitaba el país todavía traía dulces, ropa, afeitadoras, medias. Hace décadas que los dominicanos dejamos de esperar con ansias una visita del extranjero que nos trajera esas cosas.
Pero ella lo seguía haciendo, no porque fuera necesario, sino porque esos detalles pequeños siempre encuentran la forma de resolvernos problemas a los demás.
Y así fue en mi caso en muchas ocasiones. Por ejemplo, los mejores biberones con los que contó mi hija mayor se los regaló ella. Para padres primerizos, eso fue una gran cosa.
En la medida que fui creciendo, la distancia y mi interés por encontrar mi identidad más allá de mi familia crearon distancia entre ambos.
Pero tuve el privilegio de redescubrirla en una visita que me hizo junto a mi madre cuando estudiaba en Madrid. Un día mi madre tuvo un compromiso, y me tocó entretener a mi tía de temple enérgico. Terminamos en un modesto restaurante italiano de la Calle del Barco.
Esa noche quedé tan encandilado con ella que, a pesar de haber pasado más de veinte años, ocasionalmente todavía busco esa calle cuando veo un mapa madrileño.
Sus últimas horas las dedicó a despedirse repartiendo amor y, típico en ella, a tener detalles pequeños y grandes con aquellos a quienes dejaba. Esa era Dinorah, un ejemplo de vida hasta el momento mismo de su muerte. Nos dejó, pero se queda.