Desde mi óptica, el libro “21 lecciones sobre el siglo XXI” (2018), de Juval N. Harari, puede ser objeto de reparos. Primero, constituye una continuación, incluso, reiteración fragmentada de los ensayos anteriores “Sapiens” y “Homo Deus”.
Segundo, las denominadas lecciones no son tales y en vez de alcanzar veintiuna, pudieron simplemente ser un puñado de seis o diez. Al parecer, la tentación publicitaria y mercadológica se encargó del título y se adueñó de la vocación y pasión comunicativas del autor.
En la introducción del ensayo, sostiene que vivimos en un mundo inundado de información superflua y, en consecuencia, la claridad de pensamiento se vuelve una mercancía poderosa. La claridad es, pues, poder, sobre todo, cuando se trata de debatir el futuro de la humanidad.
La historia, desde este ángulo de miras, ni es justa ni injusta; ella simplemente acontece y va tranzado las perspectivas de un inciertoy confuso futuro.
En la lógica argumentativa del pensador e historiador judío, que descansa en hacerse preguntas que no siempre tienen respuestas, el libro resulta una suerte de velo de malla donde surgen interrogantes acerca de lo que está ocurriendo en nuestro mundo globalizado y cuál podría ser el significado profundo de esos acontecimientos; lo que ha implicado para la relación Oriente-Occidente el ascenso de Trump al poder en Estados Unidos; el fenómeno del apogeo epidémico de las noticias falsas (fakenews); lo que al futuro próximo depararía un agravamiento de la crisis del sistema democrático y una mayor escala en los flujos migratorios hacia Europa o Estados Unidos; la resurrección de Dios, luego de haber muerto en aforismos de Nietzsche; la incertidumbre que genera la amenaza de una tercera y definitiva guerra mundial, con el uso a gran escala del poder letal nuclear; ¿cómo habría de ser el nuevo orden mundial si, como lo creyó Huntington, una civilización singularista (china, india, islámica, rusa) dominara el mundo?; lo que derivará -tal vez un caos generalizado- del incumplimiento de las promesas populistas y nacionalistas; lo que significa abrir más la brecha de la desigualdad y la pobreza y, finalmente, lo que deberían hacer los Estados ante la amenaza sistemática y los hechos de violencia perpetrados por el terrorismo internacional. He aquí nuestro inquietante escenario.
Un concepto interesante encontrado en estas páginas es el de dictaduras digitales. Para Harari, el gran motor de cambios en el siglo XXI será la fusión de la biotecnología y la infotecnología.
Esta fusión “puede hacer que muy pronto miles de millones de humanos queden fuera del mercado de trabajo y socavar tanto la libertad como la igualdad. Los algoritmos de macrodatos pueden crear dictaduras digitales en las que todo el poder esté concentrado en las manos de una élite minúscula al tiempo que la mayor parte de la gente padezca no ya explotación, sino algo muchísimo peor: irrelevancia” (p.14).
Esas formas artificiales de dictadura podrían confinarnos a un plano de insignificancia, del cual las humanidades digitales difícilmente podrían rescatarnos.
Marx y Engels centraron sus cuestionamientos en la explotación del hombre por el hombre. Bauman argumenta que en la modernidad líquida la contradicción está en la exclusión social y no en la explotación. De hecho, el consumidor defectuoso de Bauman es el sujeto irrelevante de Harari.
Byung-Chul Han nos hará ver cómo de la explotación de unos sobre otros hemos pasado, por preeminencia del giro digital y por el cansancio de la sociedad de rendimiento, a la autoexplotación, por la fuerza imperativa de los artefactos tecnológicos y las ciberadicciones.
Harari va de la exclusión a la irrelevancia. Apunta que luchar contra la irrelevancia sería mucho más difícil que contra la explotación.