La edificación colectiva de viviendas tiene el encanto de que un perímetro relativamente pequeño de terreno puede contener decenas de apartamentos que a su vez pueden ser usados como espacios familiares u oficinas.
En una base de 500 metros en condiciones de albergar una casa con jardines y áreas recreativas, una edificación de apartamentos puede acoger cuatro, ocho, doce o decenas de hogares y destinar espacios para el acomodamiento de vehículos de motor.
El Distrito Nacional, con escasa o ninguna posibilidad para el desarrollo horizontal inmobiliario, ha pasado desde hace algún tiempo a mirar hacia arriba y en algunas áreas las torres habitacionales son, en estos tiempos, un elemento distintivo.
La edificación que acoge a muchas familias con escaleras, pasillos, redes de iluminación, previsiones de seguridad y otros elementos comunes, impone también la “cultura” de la vivienda cercana.
Un acondicionamiento mental para vivir de esta manera es indispensable, al margen de las normas, que se supone hacen de los condómines sujetos obligados ante la seguridad y el bienestar colectivos.
Todo esto a propósito de la explosión reciente ocurrida en un edificio de apartamentos denominado Torre Intempo, en Villa Marina del Distrito Nacional, con efectos sufridos hasta en edificaciones del entorno del inmueble en el que tuvo lugar.
A los daños inmediatos del siniestro, como el de personas heridas, destrucción de objetos, ajuares o vehículos, ha seguido la recomendación técnica de someter el edificio a una evaluación concienzuda para determinar el grado de seguridad garantizado por la estructura.
Con esta experiencia a la vista, más la mortal explosión del 14 de agosto del 2023 en San Cristóbal y el desplome del techo de la discoteca Jet Set de abril pasado, parece oportuno preguntarse: ¿estamos preparados para la vida colectiva de estos tiempos?