República Dominicana es signataria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y miembro de varios organismos multilaterales de promoción y defensa de esas y otras prerrogativas ciudadanas universalmente ejercidas.
Por tal razón incorpora en su legislación (al nivel constitucional) instrumentos diversos sobre derechos humanos y acepta someterse cíclicamente al Examen Periódico Universal (EPU) implementado por la comunidad internacional como mecanismo de vigilancia del cumplimiento por parte de los Estados de sus compromisos internacionales en este campo.
A través del aparato diplomático el Estado dominicano mantiene y defiende su participación en el concierto de las naciones del mundo, haciendo ocasionalmente alarde de pasos y acciones de avances en los derechos humanos.
Asimismo, pese a sus críticas a los informes de las organizaciones internacionales que trabajan la materia, ha sido casi siempre abierto a recibirlas y facilitar su trabajo en el terreno.
Sin embargo, las organizaciones y los militantes locales no han recibido el mismo trato, particularmente quienes se han dedicado a desarrollar su trabajo en la comunidad haitiana y con los dominicanos de ascendencia haitiana.
Estos, en los regímenes dictatoriales eran perseguidos. Bajo gobiernos democráticos gozan de una “tolerancia vigilada” por los organismos de seguridad.
Intereses económicos y políticos locales se combinan para crear trabas a un trabajo mancomunado entre el gobierno y la sociedad civil en relación a los inmigrantes haitianos y sus descendientes.
Una situación que habrá que enmendar porque afuera, con mayor capacidad de lobby, intereses diversos transforman la situación en República Dominicana en un campo de explotación provechoso cuyo impacto para el Estado es grave. Los hay de índole institucional, de liderazgo organizacional, mediático y peculiar.
También electoral, por el voto de las minorías; político, entre partidos adversarios; y de competencia comercial o turística.
La evidencia más clara lo es la sentencia 168/13 del Tribunal Constitucional.
En junio de 1991, como sacerdote anglicano en mi calidad de director de la Pastoral Haitiana de la Diócesis dominicana, fui invitado a participar a una audiencia pública en la Cámara de Representantes, en Washington.
La Administración Bush, presionada por influyentes grupos de derechos humanos estadounidenses y congresistas como el demócrata Robert Torricelli, a la sazón presidente del Subcomité de Asuntos del Hemisferio Occidental, tenía que pronunciarse sobre la petición de excluir a República Dominicana del Sistema Generalizado de Preferencias (GSP, por sus siglas en inglés).
Mi presentación, aprobada por el obispo Telesforo A. Isaac, si bien se basó en la verdad con relación a la situación de los niños dominicanos y haitianos en los bateyes, se posicionó en contra de cualquier medida de tipo comercial o económico que afectara al pueblo dominicano.
Mas tan solo mi presencia allí bastó para, a mi regreso al país, ver mi nombre ingresado y mantenido aún después de 23 años en el sistema de vigilancia de la Dirección Nacional de Investigación (DNI). Así los agentes de Migración deben reportarle al DNI cada vez que ingreso a territorio dominicano por aire.
El fin de semana recién pasado hubo un incidente, el cual no sucedió a la llegada ni tan solo referido a un reporte rutinario. Fue un impedimento de salida de la Dirección General de Migración.
Resuelto rápidamente el caso, por ser ilegal, por la Procuraduría General de la República a solicitud expresa de la Presidencia, el mismo debe ser analizado, sin embargo, en el marco descrito.
¿Podemos cambiar el modo de relacionarnos entre el gobierno y los actores de derechos humanos? Pienso que sí.
¿Podemos iniciar una colaboración para mejorar la imagen internacional de República Dominicana en materia de derechos humanos? También pienso que sí.