Permítanme que vuelva a hablar hoy, como ayer, de cárceles. Quiero señalar, únicamente, las diferencias que pude observar entre el sistema tradicional de nuestras prisiones y la nueva gestión penitenciaria que se está imponiendo en el país.
Empecemos por el nombre de los establecimientos: ahora se habla de centros de rehabilitación, donde se reeduca al interno, y no de la tenebrosa fortaleza o el inhóspito destacamento donde los presos hacen una maestría en criminalidad.
En el centro los internos duermen en una cama con colchón, almohada y sábanas; en la cárcel tradicional se duerme en el piso, amontonado con otros presos, a menos que se paguen, por derecho a cama, miles de pesos a una mafia integrada por otros presos, guardias y policías.
En el centro no circula el dinero, sino cupones controlados por la administración, mientras en la cárcel tradicional se compra y vende de todo, inclusive drogas, bajo la mirada indiferente o cómplice de los guardianes.
En el centro hay bibliotecas y se imparten clases de electricidad, ebanistería, decoración, y el que entra analfabeta sale alfabetizado; en la cárcel tradicional, ¡ni soñarlo!
En los centros existentes (diez en total, hasta ahora), los internos confeccionan muebles y sábanas para los otros centros próximos a ponerse en funcionamiento, y los beneficios económicos son compartidos entre ellos y la administración.
En los centros no hay celulares, pero sí teléfonos públicos para uso de los internos, con tiempo controlado. En los centros no hay privilegios ni celdas especiales, por eso no puede darse en ellos una situación como la de Florián en Najayo. (Najayo hombres no está en la nueva gestión penitenciaria; Najayo mujeres, sí).
En los centros hay huertos cuyos productos se consumen allí mismo; panaderías, viveros, granjas avícolas todo bajo el cuidado de los internos.
Podría seguir enumerando las ventajosas características de este programa penitenciario que lleva adelante la Procuraduría General de la República, pero no me queda espacio. Solo quiero agregar una cosa: ojalá que cuando el actual procurador general sea sustituido (algún día tendrá que ocurrir), el que le reemplace no detenga el programa penitenciario, como suele suceder en la administración pública. Ello sería un crimen de lesa patria.