Cualquiera que se atenga a las evidencias, como tiene que ser, debe de estar en las condiciones de valorar al sistema político dominicano como uno de los más estables y consolidados de Latinoamérica.
Inclusive en medio de una situación como la ocurrida va a hacer ahora cuatro años, con ocasión de las elecciones municipales del 15 de febrero de 2020, partidos y líderes políticos se acogieron a la salida propuesta por la Junta Central Electoral de entonces, que optó ante un grave problema técnico, por suspender el proceso y fijarle una nueva fecha para un mes después.
Podemos hablar, basados en lo evidente, que contamos con la madurez suficiente para acudir confiados a este y a otros procesos electorales.
Si esto es posible a todos los niveles del sistema político, que incluye movimientos, agrupaciones y organizaciones, ¿por qué no puede serlo entre los partidarios de distintas banderas partidarias?
La muerte de una persona en medio de la demostración de uno o de varios candidatos es un hecho bochornoso que merece el repudio de la opinión pública.
Ocurrió recientemente en Castañuelas de Montecristi, donde fue muerto a tiros un hombre que participaba en la demostración que realizaba el pasado lunes la organización política de su simpatía.
En el pasado hemos tenido muertes en medio de campañas electorales y hasta el mismo día de las elecciones, cuando se depositaban los votos en las urnas, ¿y recuerda alguien que esto haya cambiado algún resultado?
En ningún caso una muerte ha variado un resultado electoral, lo que debiera ser suficiente para mostrar que, por lo menos en la política dominicana de estos tiempos, la violencia no lleva a ninguna parte.
Hay, sin embargo, una mala tradición asociada a estos hechos despreciables: la creencia de que las muertes de campaña no tienen consecuencias penales.
Los altos dirigentes de la política nacional y el Ministerio Público tienen que ponerle remedio a esta debilidad.
Sí tienen que derivarse consecuencias.